Nuestra única esperanza es Cristo

Por tercera vez en menos de dos años la proposición de ley orgánica de regulación de la eutanasia presentada por el Partido Socialista ha vuelto al Congreso de los Diputados. En la exposición de motivos de dicha ley llama la atención la falsedad y perversidad de los argumentos utilizados para promover su aprobación. Sin embargo, hay una afirmación que sí nos da la clave para comprender el origen de este suicidio social al que hace tiempo venimos asistiendo: «El debate sobre la eutanasia –afirma la mencionada proposición de ley–, tanto desde el punto de vista de la bioética como del derecho, se ha abierto paso en nuestro país y en los países de nuestro entorno durante las últimas décadas [como consecuencia de] la secularización de la vida y conciencia social y de los valores de las personas».
El liberalismo, que separa a Cristo de la vida social y política de los hombres, ha conducido en nuestro país a una pérdida generalizada de la fe con el consiguiente oscurecimiento de la misma razón natural y ha dejado el campo libre al «mortal enemigo de la naturaleza humana» para que le inspire su misma autodestrucción.
Ante este dramático panorama y con motivo de la celebración anual de la Jornada por la Vida –que tiene lugar cada 25 de marzo, solemnidad de la Encarnación del Señor– la Subcomisión episcopal para la familia y la defensa de la vida ha hecho un llamamiento a la esperanza, a la esperanza de Dios que es una esperanza cierta que nunca defrauda.
En la Nota publicada para la ocasión, los obispos de la Subcomisión han querido «ofrecer una mirada esperanzada sobre los momentos que clausuran nuestra etapa vital en la tierra, ayudar con sencillez a buscar el sentido del sufrimiento, acompañar y reconfortar al enfermo en la etapa última de su vida terrenal, llenar de esperanza el momento de la muerte, acoger y sostener a su familia y seres queridos e iluminar la tarea de los profesionales de la salud».
Para fundamentar esta esperanza los obispos recuerdan que «la dignidad inviolable y la vocación trascendente de todo ser humano están enraizados en la profundidad de su mismo ser. Esta dignidad se ve admirablemente confirmada en la raíz y el horizonte trascendente de toda vida humana. De ahí el carácter no solo digno, sino también sagrado, de toda vida humana». La pérdida de este horizonte trascendente por la secularización, como constata la proposición de ley, explica que en estos momentos se esté reclamando un «derecho» tan inhumano.
Los obispos se hacen cargo de la difícil experiencia que atraviesan algunas personas que sufren, corriendo el riesgo de caer en la desesperanza. Pero también llaman la atención sobre el testimonio de tantos enfermos que irradian una paz y alegría verdaderamente impactantes, así como de aquellas personas que acompañan a los que sufren con paciencia, cariño y entrega: su testimonio nos permite comprender que la persona que sufre posee plenamente su dignidad y que la vida tiene sentido hasta el final. «Tenemos que aprender de ellos. Tenemos que ser capaces de decir a cada enfermo que es una persona valiosa y que su vida importa, y que haremos todo lo que sea necesario para que viva los últimos momentos de su vida, cuando se encuentre ante esta situación, con los cuidados precisos, en compañía, con paz». Porque «cuando una persona –y una sociedad– comprende la debilidad y la necesidad de los que sufren y es capaz de comprometerse en su cuidado, esa persona y esa sociedad se engrandece y se hace más fuerte».
Y para ello «la fe aporta al cuidado de los enfermos en situación terminal una luz nueva en la consideración del misterio de la Creación y Redención en Cristo. Todo ser humano es digno de nuestro respeto y atención, pues, creados a imagen y semejanza de Dios, hemos sido redimidos por la muerte y resurrección del Señor Jesús. Él da sentido pleno a la vida y a la muerte, y abre el camino del amor, la esperanza y la misericordia. El conocimiento de que la Providencia amorosa de Dios respecto a cada persona es compatible con la existencia del dolor y el sufrimiento indica necesariamente que el dolor –aunque no podamos explicarlo en toda su amplitud y profundidad– tiene un sentido».