El retorno de los dioses fuertes. Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente R.R. Reno

Nuestro mundo está recorrido por un profundo malestar, eso nadie lo discute. En lo que hay discrepancias es en las causas y, por supuesto, en los remedios. R.R. Reno, editor de la revista estadounidense First Things aporta con su libro El retorno de los dioses fuertes una reflexión que ofrece pistas solventes para comprender qué nos ocurre. Reno parte de una constatación: estamos viviendo el agotamiento del ciclo histórico que se abrió en 1945 y se extiende, agotadoramente, hasta nuestros días. Un ciclo marcado por el rechazo de los «dioses fuertes», que define como «los objetos del amor y la devoción del hombre, la fuente de las pasiones que aglutinan a las sociedades». La patria, la religión, el arraigo, la familia… pasan a ser vistos con desconfianza si no con horror. El trauma de la segunda guerra mundial va a generar un mundo marcado por la demonización y el rechazo de las ideas que se cree condujeron al desastre.
Un mundo que parte de un juicio erróneo y en el que, por ello mismo, predomina el esfuerzo por «diluir las
creencias sólidas y las lealtades firmes que, según se cree, alimentaron los conflictos que hicieron convulsionar al siglo xx». Sostener, por ejemplo, que existe la Verdad es considerado dogmatismo, el error que condujo a la carnicería humana y que, en consecuencia, debe ser extirpado a toda costa.
Se interpretó la esencia de los totalitarismos (olvidando su naturaleza) como un exceso de asertividad:
demasiada convicción, demasiada voluntad, demasiada identidad. Como reacción se construyó una cosmovisión que asociaba el progreso y la paz con los valores antitéticos: debilidad, permisividad, diversidad, apertura, (autocrítica, duda sistemática, transgresión.
Entramos así en el reinado de los «anti»: antifascismo, antidogmatismo, antipatriotismo, antibelicismo, antidiscriminación… La aportación novedosa de Reno es, al menos doble.
Por un lado, la datación de la aparición de esta cosmovisión que muchos sitúan en la agitada década de  los sesenta del siglo pasado. Reno demuestra que el «prohibido prohibir» no se inventó en 1968, sino
que ya aparece en la mentalidad de 1945, que abre, en nombre del antifascismo, el ciclo antiautoritario
cuya agonía vivimos ahora. «El antifascismo inspiró una teoría general de la sociedad caracterizada por un
dogma básico: todo lo que es fuerte –lealtades fuertes y verdades fuertes– conduce a la opresión; la libertad y la prosperidad, en cambio, requieren el reinado de las lealtades y verdades débiles».
La otra gran aportación de Reno es acerca de las responsabilidades en esta deriva. Si ha sido común la
crítica a quienes desde la «izquierda» hacían de esta mentalidad su bandera de batalla, Reno, sin negarlo, fija también su mirada en quienes desde la «derecha» la han también impulsado. Si «la izquierda de
la posguerra fijó su atención en la libertad moral y la desregulación cultural como extensiones naturales del imperativo antiautoritario… la derecha de la posguerra se centró en la libertad económica y en la
desregulación mercantil por razones análogas».
Así, Reno reparte responsabilidades entre el neomarxismo de la Escuela de Frankfurt o la nueva izquierda de la política de identidades (feminismo, multiculturalismo, etc.) y el liberalismo progresista y economicista. En este último sitúa a Karl Popper, cuya obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945),
(significativamente, el think tank de George Soros se llama Open Society Institute), ha tenido una enorme
influencia en la configuración del mundo actual. Para Popper el mal es la cerrazón, sea político-territorial,
sea intelectual, sea religiosa; el antídoto, la apertura de fronteras y de mentes. Para conseguirlo, propone
una «epistemología crítica» basada en la falsabilidad: solo son racionales las afirmaciones falsables (refutables mediante hechos). De este modo se enfatiza la vulnerabilidad del conocimiento: todas nuestras certezas son precarias, solo provisionalmente válidas, a la esfera de la próxima falsación. No podemos estar definitivamente seguros de nada. Es una epistemología que, dice Reno, «descarta todo lo que Occidente había siempre considerado como sus fundamentos religiosos, culturales y morales».
Junto a Popper, el libro se fija en otro influyente filósofo, John Rawls, quien en El liberalismo político (1993), construyó una teoría de la razón pública basada en una supuesta neutralidad: no se deben usar
en la esfera jurídico-política argumentos basados en «doctrinas omnicomprensivas» (metafísicas, religiosas…). Este liberalismo converge con el marxismo humanista-revisionista de la Escuela de Frankfurt, con el Fromm de El miedo a la libertad, el Marcuse de Eros y civilización o los Adorno y Horkheimer de La personalidad autoritaria, que creen descubrir en cualquiera que haya sido «educado en una familia jerárquica, con concepciones estrictas sobre lo bueno y lo malo» una «personalidad autoritaria» que debe de ser extirpada de la sociedad si queremos vivir en paz y armonía y sustituida por «una pauta caracterológica definida por relaciones interpersonales afectuosas, básicamente igualitarias y permisivas». Se adivina aquí ya una de las contradicciones que recorren esta visión: para acabar con la amenaza de las creencias fuertes, el consenso de la posguerra no dudará en «censurar la opinión, en ocasiones con mano de hierro. Pero lo hace para imponer lo que imagina como la mejor opción para la sociedad en su conjunto: la disolución, la desintegración, la desconsolidación, en una palabra: la apertura». Estamos ante la renovación de aquel viejo lema ilustrado de «ninguna tolerancia con los intolerantes».
Pero Reno no se limita a describir, sino que argumenta que este «consenso débil» está aproximándose a su final, marcado por la agudización de sus contradicciones internas. Por un lado, la celebración de la diversidad y el librepensamiento ha cristalizado paradójicamente (o quizás no tanto) en una ortodoxia asfixiante, con sus propios dogmas y su persecución de todo aquel que ose disentir. Por otro, el liberalismo de los «nuevos movimientos sociales» (feminismo, homosexualismo, antirracismo, etc.) ha dado a luz a unas políticas de identidad neotribales: pertenecer a esta o aquella raza, sexo u orientación sexual predetermina tu sensibilidad, intereses y convicciones, algo que contradice la inspiración individualista original que recelaba de todas las tribus, consideradas «sociedades cerradas».
Esas dos tendencias, no obstante, no dejan de mostrar una perversa coherencia. La faceta libertaria, al
disolver familias, comunidades religiosas y otras células sociales tradicionales, conduce a una sociedad de
individuos atomizados, egoístas, incapaces del mínimo de cooperación y cada vez más despegados de sus
obligaciones relativas a la conservación de la especie.
Pero, como la soledad ultraindividualista no es soportable, se produce una resocialización simbólica a través de las nuevas tribus. El sexo, la orientación sexual y la raza sustituyen a la familia, la Iglesia y la nación como «comunidades» en las que guarecerse de la intemperie existencial. Como señala Mary Eberstadt en Gritos primigenios, no pudiendo ya llenar su vida con el rol de padre o madre, de miembro de una comunidad política o de hijo de Dios, el postmoderno busca calor humano en el colectivo abstracto de las mujeres, o en el de las minorías sexuales o raciales.
¿Y qué problema hay en esta sustitución? ¿Existe realmente alguna diferencia? La respuesta es afirmativa: entre la pertenencia a las «comunidades necesarias» (familia, nación e iglesia) y la pertenencia a las nuevas tribus racial-sexuales media un abismo. La primera es activa y constructiva: crear una familia, aportar a tu comunidad o formar parte de una iglesia requieren virtud y esfuerzo. La segunda es pasiva, no impone deberes ni llama a la autoexigencia o el sacrificio,
sino a la autocompasión y la reivindicación. En la pertenencia familiar-nacional-religiosa, el sujeto es convocado a una misión, a sacrificarse y mirar más allá de sí mismo, en la pertenencia racial-sexual, es instigado a la queja y el victimismo. Una sociedad en la que la identidad familiar, nacional y religiosa tiene vigor tendrá futuro; una en la que las «comunidades necesarias» se caen a pedazos, incapaces siquiera de concebir el bien común, y los individuos se refugian en «colectivos de agraviados» se encamina a la insostenibilidad.
El gran problema actual es que la elite políticocultural que nos dirige sigue anclada en esa perspectiva de rechazo a toda creencia fuerte y, en consecuencia, es incapaz de frenar las tendencias disolventes que ella misma ha sembrado en nuestras sociedades. Es de esta mentalidad de la que Reno nos urge a liberarnos: «necesitamos recuperar el “nosotros” que nos une… Occidente necesita restaurar el
sentido del propósito trascendente de la vida pública (y privada). Nuestro tiempo implora una política de
lealtad y solidaridad, no de apertura y debilitamiento. No necesitamos más diversidad e innovación.
Necesitamos un hogar. Y para obtenerlo nos hará falta el retorno de los dioses fuertes».