Hace 75 años

Cristo Rey

Año 1522: «Un rey humano…»
Si con la imaginación nos trasladamos a la ciudad de Manresa en una mañana de la primavera del año 1522, lo que más nos llamará la atención es ver por sus calles a un hombre de aspecto singular. Es de mediana estatura y joven, pero está demacrado; en el desaliño de sus cabellos de un rubio muy hermoso, y en el descuido de sus manos que se adivina ser las de un caballero, se nota una marcada ausencia de vanidad; su rostro es atractivo y sus ojos que centellean y taladran hasta los más profundos repliegues del espíritu, los recoge con tal modestia que edifica. Va vestido con un saco de peregrino que una cuerda ciñe a la cintura, y lleva un pie descalzo y el otro, ligeramente hinchado, calzado con una esparteña.
… Al levantarse va a continuar escribiendo en las cuartillas ya empezadas, su rostro está transfigurado. Indudablemente, una luz divina de trascendental importancia ha iluminado su espíritu y se dispone a
trasladarla al papel.
… Nos acercamos con cuidado para no interrumpirle… Sin dificultad seguimos también el vuelo de su pluma. Traza un panorama del mundo «… ciudades, villas y castillos…», pone a nuestra vista «un rey
humano, elegido por la mano de Dios Nuestro Señor, al que hacen reverencia y obedecen todos los príncipes y todos los hombres cristianos…». Como elegido de la mano de Dios es «el más hermoso de los hijos de los hombres», resplandecen en él todas las virtudes, su palabra persuade, su generosidad arrastra, convoca a los suyos en un lugar apacible y velando su soberana majestad con el amor les dice: «Mi voluntad es la de conquistar toda la tierra de infieles, por tanto, quien quisiere venir ha de ser contento
de comer como yo, y así de beber y vestir, etc., así mismo, ha de trabajar como yo en el día y vigilar en
la noche, etc., porque así tenga parte conmigo en la victoria como la ha tenido en los trabajos». Deja a la
consideración del que lee, «lo que deben responder los buenos súbditos a un rey tan liberal y tan humano», y añade el anatema lógico: «si hay alguno que no aceptase la petición de un tal rey, sería digno de ser vituperado y tenido por perverso caballero».
Ya habrás adivinado, amigo lector, quién es el personaje singular al que hemos seguido, reconstruyendo imaginariamente las circunstancias que rodearon el momento en que empezó a escribir, en la bendita
cueva de Manresa, la famosa meditación del libro de los Ejercicios, conocida con el nombre de «Llamamiento del rey temporal que ayuda a contemplar la vida del Rey eternal», y desde las primeras líneas habrás reconocido en él a san Ignacio de Loyola.

* * *

La segunda parte de la meditación sigue de esta manera: «Aplicar el sobredicho ejemplo del rey temporal a Cristo nuestro Señor. Y si tal vocación consideramos del rey temporal a sus súbditos, cuánto es más digno de consideración ver a Cristo nuestro Señor, rey eterno, y delante de Él a todo el universo mundo, al cual y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es la de conquistar todo el mundo y a todos los enemigos y así entrar en la gloria de mi Padre, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo porque siguiéndome en la pena, me ha de seguir también en la gloria».

* * *

Considerando además de esto las ganancias que pueden adquirirse siguiendo a este Rey y Señor eterno, hay que reconocer que todos «los que tienen juicio y razón, ofrecerán todas sus personas al trabajo, y los que más se querrán afectar y señalar en su servicio, no solamente ofrecerán sus personas, más aun haciendo contra su propia sensualidad y amor mundano» con «determinación deliberada y atendiendo sólo a que sea su servicio y alabanza, queriendo más imitarle» y agradarle, ambicionarán un puesto en primera línea donde han de ser el blanco principal de las iras del enemigo, de sus injurias y vituperios, «para sufrir así toda pobreza y dolor» si su Majestad los quiere elegir para ocupar este lugar, puesto que estos trabajos temporales además del gozo por servir a tal Rey, prometen gloria y galardón eterno. Año 1945: ¡Más que nunca CRISTO REY!
He aquí que han pasado cuatro siglos desde que san Ignacio escribió lo que hemos transcrito, y al cabo de tanto tiempo, adquiere más que nunca un valor literal.
No hay duda de que aún en el sentido simbólico, el amor al Rey que expone a la consideración san
Ignacio ha producido grandes adalides del cristianismo y fuertes campeones de la Iglesia; pero como
para Dios mil años son como un día, no es de extrañar que el fruto óptimo de la luz sobrenatural que le
inspiró no se haya cogido aún, y esté todavía en un porvenir más o menos lejano, que dependa, en gran
parte, del curso de los acontecimientos Desde luego, todos los cristianos saben que Jesucristo es Rey. «Para esto nací» le dice Él mismo sin ambages a Pilatos; implícitamente lo enseñan en seguida los apóstoles y los doctores de la Iglesia, y millones de mártires lo confirman con su sangre.
Pasa el tiempo, y el emperador Constantino pone la cruz sobre la corona de los reyes.
E l Imperio d e Roma declina; de su disgregación se forman las naciones de la Europa cristiana que
reconocen en Él, el principio de su poder Llega el Renacimiento. Un gran cisma conmueve el régimen interior de la Iglesia, amenazando herirla en sus órganos vitales, mientras el alud del ejército turco la amenaza desde el exterior. Entonces el Señor enseña a san Ignacio «de la misma manera que un maestro enseña a un niño», pero con tal claridad «que si dudase de esto pensaría ofender a su Majestad»; y bajo esta enseñanza directa, porque el santo «era aún de grueso ingenio y sin letras» escribe, entre otras, la meditación de Cristo Rey que ya conocemos. Más tarde, este soberano Señor anuncia su triunfo y manifiesta a santa Margarita María en sus revelaciones, «que reinará a pesar de sus enemigos,
y levantará su imperio sobre las ruinas del imperio
de Satanás». La reacción de Satanás no se hace esperar mucho: entre los horrores de una revolución
sangrienta lanza el señuelo de los derechos del hombre. Es una falacia; estos derechos por sí solos
no pueden sostener la dignidad que corresponde al hombre, porque carecen de base sólida al romper,
prácticamente, su conexión de dependencia con la divinidad.
Nos acercamos a nuestros tiempos. Tras la era de las revoluciones, a fines del siglo pasado, santa
Teresita del Niño Jesús, en el retiro de su claustro de Lisieux, oye en su corazón la voz del Esposo de
las vírgenes que «la llama a las conquistas más gloriosas; y entiende que su misión es coronar al Rey
del Cielo y someterle el reinado de los corazones».
Para cumplir esta misión pide al mismo Rey, una legión de almas débiles e impotentes, incapaces de
hacer nada por sí mismas, pero que reconozcan humildemente su impotencia y confíen en Él.
Casi en nuestros días, se da un paso decisivo: para contrarrestar la apostasía de las naciones, que
ha favorecido y provoca la apostasía de las masas,
la Iglesia ha proclamado a CRISTO REY, estableciendo su culto como a tal en toda la Cristiandad. ¿No parece esto dar explícitamente carácter oficial a la idea de san Ignacio? Y llegamos al tiempo actual.
Para nadie es un secreto que en el mundo se perfilan claramente dos campos ideológicos bien delimitados; dos tendencias que se excluyen mutuamente y se preparan a una lucha formidable y definitiva.
Por una parte, el ateísmo insolente y audaz, con armas al lado de las cuales pueden considerarse
juguetes de niños las cimitarras del islam, que tanto terror causaban a nuestros antepasados; y por otra,
el renacimiento cristiano armado de la fe, y bajo la dirección de la Iglesia. Ante eso, ¿cómo no volver los
ojos hacia CRISTO REY, que por juntar a todas las excelencias del rey humano ideal su poder divino,
constituye el ideal perfecto, no solamente de las avanzadas que forman el renacimiento cristiano, sino
de todos los que tengan visión clara del peligro que ennegrece el horizonte, y estén desengañados de los medios humanos y semihumanos para conjurarlo?
¿No vemos que sin Él, estadistas, sociólogos, diplomáticos y políticos, aun animados de las mejores
intenciones, se agotan en proyectos y discusiones estériles, mientras el peligro común nos empuja en su avance, y sus conquistas se extienden como una mancha sobre el mapa del mundo? Mas, sursum corda; abramos el corazón a la esperanza. Esperemos el hecho sobrenaturalmente natural que acoplará los elementos que han de integrar el ejército que peleará bajo la bandera de CRISTO REY.
Es cierto que no podemos saber cómo se hará, porque los juicios de Dios son inescrutables y están
sobre la razón humana; pero como indudablemente no están contra la razón, ¿por qué no intentar rastrearlos? Tenemos los datos de la historia, las palabras de Jesucristo, y las revelaciones de los santos;
¿no podemos pensar con cierta lógica cómo podría acoplarse este ejército? San Ignacio como militar, parece que, de un modo apropiado, ha definido bien las condiciones de los que más se quieran señalar con sus servicios. Nos ha indicado además con toda claridad que todos tienen el camino abierto para ello, pues Cristo Nuestro Señor llama a todo el universo mundo y a cada uno en particular, pero hemos de reconocer que no todos están prontos a hacer «oblación de sí mismos» con alientos de mártir. Los que tal
hicieran sin excluir edad, sexo, ni condición, formarían como una especie de oficialidad, como si dijéramos los cuadros de mando, cuyo escalafón si apareciera de un modo visible, indudablemente alteraría muchas jerarquías establecidas. Pero en este caso, ¿dónde está el grueso del ejército, las fuerzas de choque que muchas veces van empujadas y siempre necesitan dirección? ¿No serán éstas aquella
legión de almas «pobres, débiles, miopes y enfermizas» que santa Teresita conduce al abrigo de la
misericordia del Corazón amantísimo del Rey que ella ha de coronar? Y esta legión, ¿no puede ser actualmente engrosada por el triste producto de nuestro siglo; la parte de la multitud errante, hambrienta,
sin familia ni hogar, sin patria delimitada; las víctimas de la guerra que, poseyendo únicamente la fe, vuelvan los ojos al único Rey que tiene poder para convertir su misma impotencia en arma decisiva de victoria?
Lo que sí sabemos de un modo indudable es que el triunfo es cierto: lo anuncia por una parte el amplio renacimiento espiritual de que hemos hablado, y lo aseguran las palabras de Jesús, Cristo Rey, Dios omnipotente, al decir «que reinará a pesar de sus enemigos» y que «pasarán el cielo y la tierra, pero sus palabras no pasarán». Es verdad que la lucha se presenta porfiada y tenaz; el renacimiento espiritual ha de luchar casi exclusivamente con la fe y la abnegación, contra la fuerza bruta de las bombas y tanques que auxilian la ideología del ejército contrario. Pero no importa: vencerá definitivamente la fe que vivifica, sobre el ateísmo que seca y mata el corazón; como vence la vida a la muerte y la luz a las tinieblas.

María Asunción López Suñé