«Pablo VI, el Papa mártir»

Se recuerda en estos días su imprescindible aportación (de Pablo VI) para que el Concilio Vaticano II llegara felizmente y sin mayores tensiones a su conclusión; la labor que hizo para indicar a la mayoría progresista que determinados contenidos él no los iba a firmar, evitó que algunos documentos conciliares estuvieran en una línea de ruptura con la Tradición y pudieran ser asumidos por la práctica totalidad de la Iglesia. Del mismo modo, con grandes dificultades gobernó la Iglesia desde la clausura del Vaticano II en 1965 hasta su fallecimiento en 1978, para intentar que la aplicación del Concilio se hiciera con una «hermenéutica de continuidad» –usando el término acuñado posteriormente por Benedicto XVI– y no con una hermenéutica de ruptura.
De Pablo VI también se recuerda en estos días de su beatificación el gran valor que demostró al publicar la encíclica Humanae vitae, en contra de la opinión de todos menos uno de sus consejeros. Esa encíclica supuso la apertura de la Iglesia al concepto de «paternidad responsable», dejando atrás la tesis no oficial pero sí oficiosa de que cuantos más hijos mejor; pero también significó el rechazo a los medios artificiales de control de la natalidad, por ir en contra de lo que el plan de Dios había escrito en la naturaleza humana. La Humanae vitae significó para Pablo VI el fin de su idilio con la progresía; se le enfrentaron conferencias episcopales enteras y numerosos obispos y teólogos le criticaron abiertamente por ello, acusándole de haber dado la espalda a la renovación conciliar para echarse en manos de los conservadores.
Por todo ello, por lo que sufrió para mantener la Iglesia en una línea auténticamente católica –es decir, equilibrada– y por haberse atrevido a desafiar las presiones del mundo, es por lo que creo que Pablo VI merece el título del «Papa mártir», aunque no haya derramado su sangre en defensa de Cristo y de la fe.