Caso Bostock: el seísmo jurídico que ha sacudido Estados Unidos

La sentencia del Tribunal Supremo en el caso Bostock v. Clayton County ha caído como una bomba en los Estados Unidos. El Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 estipula que es ilegal «que un empleador deje de o se niegue a contratar o a despedir a un individuo, o que discrimine de otra manera a un individuo con respecto a su compensación, términos, condiciones o privilegios de empleo, debido a su raza, color, religión, sexo u origen nacional». El tribunal tenía que decidir si esta cláusula se podía aplicar a los llamados motivos de orientación sexual e identidad de género. La sentencia, por seis votos contra tres, sostiene que la ley debe extenderse para incluir la homosexualidad y el transexualismo.
La sofística argumentación del juez Neil Gorsuch, que ha redactado la opinión mayoritaria, para lograr que se aplique esa cláusula a unos casos que no estaban recogidos en el texto del mismo, se basa en que si un hombre se identifica como mujer y es despedido por ello, entonces está siendo despedido por algo que no provocaría ningún problema si fuera una mujer (despedir a una mujer porque se identifique como mujer, en efecto, no tendría mucho sentido).Así pues, concluye Gorsuch, las decisiones acerca del empleo basadas en el rechazo de la homosexualidad o del transexualismo son en realidad formas de discriminación por motivos de sexo, lo cual está prohibido por la Ley de Derechos Civiles de 1964.
Un argumento que, explica el editor de la revista First Things, R.R. Reno, no se sostiene lógicamente, como queda en evidencia si lo aplicamos a otros ámbitos. En concreto, Reno escribe: «consideremos a un consultor de McKinsey blanco pero que se identifica como negro. Insiste en su derecho a unirse al grupo de consultores negros de la empresa. Cualquier medida que McKinsey pueda tomar contra él se consideraría como discriminación racial por precisamente la misma razón que la aducida en la opinión de Gorsuch. Si el consultor fuera negro, su identificación como negro sería aceptable. Es el hecho de que sea blanco lo que dificulta la situación para el empleador, que desea fomentar grupos de apoyo y orientación para sus empleados negros

Por lo tanto, si es sancionado, el blanco que se identifica como negro está siendo discriminado por su raza». Pero sean cuales sean los argumentos, parece claro que las consecuencias de extender la Ley de Derechos Civiles a una nueva categoría de personas va a tener un impacto notable. En el ámbito laboral en primera instancia. Por ejemplo, la ley protege a los empleados de un «ambiente de trabajo hostil». A partir de ahora, un empleado homosexual o transexual puede alegar «ambiente de trabajo hostil» si un compañero de trabajo expresa una opinión contraria a las leyes de matrimonio entre personas del mismo sexo o afirma que el sexo de una persona queda establecido al nacer. O también cuando algún compañero de trabajo se niega a usar el pronombre deseado por otro empleado. Otra de las consecuencias serán las cuotas de contratación: si una empresa no emplea a uno de estos colectivos en proporción aproximadamente a su cuota de población, alguien perteneciente al grupo subrepresentado puede utilizar esta disparidad como prueba de que la empresa le está discriminando. De este modo la sentencia Bostock le da al movimiento LGBT una poderosa herramienta con la que demoler todas las ex-presiones públicas de discrepancia con su agenda. Es una gran ironía, explica Reno: «en la Ley de Derechos Civiles de mediados de la década de 1960 el Congreso aprobó una legislación sin precedentes para contrarrestar un potente consenso social contra la plena igualdad de los afroamericanos. Utilizó el poder de la ley para proteger a una minoría impopular, pobre y sin poder. Ahora el Tribunal Supremo está haciendo lo contrario. Está dando potentes herramientas legales a un movimiento LGBT bien financiado que goza de un apoyo casi universal en las instituciones de elite, las grandes corporaciones y las universidades». La cuestión, además, obliga a analizar los planteamientos originalistas o textualistas de muchos juristas favorables a una lectura estricta de la letra de los textos legales y contrarios al activismo judicial. Es el propio Robert P. George, profesor en Princeton y adalid de estos planteamientos, quien reconoce que la sentencia Bostock «da la razón a la advertencia de Adrián Vermeule a los conservadores de que es inútil tratar de combatir la larga estrategia “progresista” de imponer una agenda moral y política a través de los tribunales mediante el nombramiento de jueces originalistas y textualistas».Hadley Arkes, profesor emérito de Jurisprudencia e Instituciones Americanas, ha escrito al respecto que «el originalismo no tiene nada que decir sobre los asuntos verdaderamente importantes. Es una jurisprudencia moralmente vacía […] propone un estilo de jurisprudencia desconectado de cualquier juicio moral, que se enorgullece de no tener nada que decir, como sistema de jurisprudencia, sobre las cosas que son correctas o incorrectas, justas o injustas».