«No hace tanto tiempo se discutía sobre si el Vaticano II podía abordarse mejor mediante una hermenéutica de ruptura o de continuidad. Confieso que este debate me dejó perplejo. No veo cómo un católico puede adoptar otra hermenéutica que no sea la de la continuidad. Esta perspectiva es inherente a nuestra fe en un Dios que actúa en la historia, que nos exhorta: “¡Recuerda!”, cuyo Hijo encarnado es el principio por el cual y para el cual existen todas las cosas, cuyo Espíritu santifica, en Cristo, recordando.
El recuerdo colectivo de lo que fue el Concilio y sus consecuencias se ha ido desvaneciendo. Eso reduce notablemente la implicación emocional del ejercicio hermenéutico, permitiendo una reflexión más lúcida. Los jóvenes católicos de hoy no son desagradecidos hacia los grandes dones del Concilio, pero son incapaces de proceder con la mentalidad de sus abuelos y se muestran poco entusiasmados por proyectos fosilizados de aggiornamento cuando el sol ya se ha puesto sobre el giorno por el que fueron definidos. Lo que anhelan es despertar a la aurora, conocer el poder salvífico de Cristo, el mismo hoy, ayer y siempre, que hace nuevas todas las cosas, a menudo haciendo estallar las dicotomías temporales».











