Juanjo Romero ha llamado la atención sobre las «Cartas de JRR Tolkien» y, en concreto, sobre la dirigida a su hijo Michael a finales de 1963. Tiempos también agitados, como los actuales, y en los que Michael habla de fe debilitada debido al escándalo provocado por la actuación de varios clérigos.
La respuesta de Tolkien a su hijo es entrañable y firme a la vez. Y sobre todo propone una solución: la comunión frecuente. Escribe el autor de El Señor de los Anillos:
«Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los “escándalos”, tanto del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de esos motivos: debería abandonarla porque no creo o ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara.
Si Él fuera un fraude y los Evangelios fraudulentos, es decir, episodios seleccionados con mala intención de un loco megalómano (que es la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la historia y en la actualidad es una simple prueba de un fraude gigantesco. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos y debemos estar muy apenados. Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no podemos “tolerar” a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante.
[…]
La única cura para el debilitamiento de la fe es la comunión. Aunque siempre es Él mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de fe, debe ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos. También puedo recomendar esto como ejercicio (demasiado fácil es, ¡ay!, encontrar oportunidad para ello): toma la comunión en circunstancias que resulten adversas a tu gusto. Elige a un sacerdote gangoso o charlatán o a un fraile orgulloso y vulgar; y una iglesia llena de los burgueses habituales, niños de mal comportamiento –de los que claman ser producto de las escuelas católicas, que en el momento de abrirse el tabernáculo, se sientan y bostezan–, jovencitos sucios y con el cuello de la camisa abierto, mujeres de pantalones con los cabellos a la vez descuidados y descubiertos. Ve a tomar la comunión con ellos (y reza por ellos). Será lo mismo (o aún mejor) que una misa dicha hermosamente por un hombre visiblemente virtuoso, y compartida por unas pocas personas devotas y decorosas.»
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