Tras la expulsión del paraíso a causa de su pecado, empezó una vida dura para nuestros primeros padres, Adán y Eva. Se les cerró el árbol de la vida y el hombre debía trabajar la tierra, de donde los había sacado Dios, para obtener los frutos para su sustento.
Adán y Eva tuvieron hijos que fueron dados a luz con dolor, y pocos años más tarde el mal, como consecuencia del pecado original, se apoderó de Caín que mató a Abel. Muertos ya Adán y Eva, sus hijos Caín y Set tuvieron descendencia, y poco a poco los hombres se fueron multiplicando sobre la tierra y Dios se dijo: «Mi aliento no durará por siempre en el hombre; puesto que es de carne, no vivirá más de ciento veinte años» (Gn 6, 3) como poniendo un límite a la vida del hombre, tras el pecado original.
Pero hasta la llegada del Sacrificio perpetuo, que remediaría al hombre de su gran pecado, Dios seguía amando al hombre y su misericordia no le permitía abandonarlo, pero veía su comportamiento y la corrupción que se extendía en la tierra.
«Viendo Yahvé cuanto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y como sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra y dijo: “Voy a exterminar al hombre que hice de sobre la haz de la tierra; el hombre a los animales, a los reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho”» (Gn 6, 6-7).
Pero la misericordia de Dios se fijó en un hombre que no se había contaminado con la maldad de toda la humanidad y por él cesó en su arrepentimiento, y tras salvar a su familia y destruir al resto de los hombres con el diluvio quiso hacer una alianza con Noé y su familia. El amor de Dios al hombre no le permitía dejar que la humanidad se perdiera y no aprovechara el gran don que el Señor quería darle, su vida divina. Y el Señor le dijo a Noé: «Veo que todo lo que vive tiene que terminar, pues por su culpa la tierra está llena de crímenes; los voy a exterminar con la tierra», (Gn 6, 13). Le hizo fabricar un arca y entrar en ella con toda su familia y una pareja de cada viviente, «pues tú eres el único hombre honrado que he encontrado en tu generación», (Gn 7, 1). Tras los cuarenta días que duró el diluvio, el agua dominó aún sobre la tierra durante ciento cincuenta días hasta que encalló en los montes de Ararat. Tras la aventura náutica, Noé después de cuarenta días, «alzó un altar a Yahvé y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció un holocausto», (Gn 8,20) Este sacrificio ofrecido por Noé simbolizaba la entrega de todo lo que poseía y marcó el momento de la alianza de Dios con él. Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciéndoles: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra y dominadla. Todos los animales de la tierra os temerán y respetarán: aves del cielo, reptiles del suelo, peces del mar están en vuestro poder», (Gn 9, 2). Pero les advierte seriamente sobre el derramamiento de sangre humana, pues el hombre está hecho a imagen de Dios, (Gn 9, 1-6). E hizo un pacto con Noé y su descendencia: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras. Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio que devaste la tierra», (Gn 9, 11). También quiso que esta alianza tuviera un signo que fuera recordado por todas las generaciones: «Ved aquí la señal del pacto que hago con vosotros y cuantos vivientes están con vosotros por generaciones sempiternas: pondré mi arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra. (…). Estará el arco en las nubes y yo lo veré, para acordarme de mi pacto eterno entre Dios y toda alma viviente y toda carne que hay sobre la tierra», (Gn 9, 12.13.16.) En Noé, Dios quería bendecir a todas las generaciones sucesivas de hombres.
A partir de Adán siempre las alianzas con Dios requerirán un signo que selle la alianza de Dios con el hombre, porque una alianza no es un contrato, sino un intercambio amoroso entre personas.
La alianza de Noé, como la de Adán, fracasó porque se amó más a sí mismo que a Dios y se emborrachó y se desnudó. Sus hijos desafiaron a Dios con la construcción de «una ciudad y una torre que alcance hasta el cielo». Dios los dispersó por toda la faz de la tierra confundiendo su lengua, y dejaron de construir la ciudad, que por eso se llamó Babel. A pesar de la misericordia de Yahvé con Noé, y del pacto suscrito con Él, sus hijos volvieron a abandonarle, pero la misericordia del Señor no tiene límites.
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