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CRISTIANDAD

Yo a lo superior a mi lo inferior

Una de las características de la época en la que vivimos es la abrumadora cantidad de estímulos que constantemente recibimos del exterior. Así como un barco no puede llegar a buen puerto sino mantiene el rumbo hacia el fin deseado, así tampoco nosotros podemos orientarnos al fin al que hemos sido llamados si nos dejamos influir por las constantes llamadas que recibimos del exterior. Esto se puede aplicar a la vida personal, familiar, del trabajo… pero cuanto más a la vida espiritual. Esta importancia de la oración y la vida sobrenatural se ha sintetizado en la frase “Yo a lo superior y a mí lo inferior”, que no es sino una reformulación de aquella exhortación del Señor de “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”. Efectivamente cuando la primacía de la vida es orientar la misma al fin al que hemos sido llamados, los bienes terrenales se ordenan a dicho fin superior. En el plano más natural, ¿qué deportista de élite no realiza auténticos sacrificios por alcanzar aquel estado físico que le permita competir al máximo rendimiento? Si esto es así en el plano natural, cuánto más en el plano espiritual que, al ver la realidad del mundo en el que vivimos, lejos de caer en la tentación de la desesperanza, debemos elevar nuestra alma a los bienes superiores que Dios nos ha prometido. En esta línea, el artículo que presentamos de septiembre de 1950, hace 75 años, el doctor Canals nos recuerda esta verdad tan importante: “los medios sobrenaturales y únicamente en ellos se funda toda nuestra esperanza”, es por ello que “yo a lo superior, a mí lo inferior”.

Por Ibón Elósegui
octubre 2025
en Secciones varias, 75 años
4 min de lectura

Actualidad – Francisco Canals Vidal (Editorial, Cristiandad 155-156, 1 y 15 de septiembre de 1950)

Una de las características fundamentales del apostolado y de toda la actividad de los católicos en los tiempos presentes es sin duda la preocupación de la actualidad. Signo de época de crisis, aparece este tema constantemente en los labios y en la pluma de cuantos de un modo u otro se entregan a una tarea apostólica o apologética. Y por cierto con toda la gama de matices que da a tal expresión el brotar en ocasiones de un sentimiento profundo y aún trágico de la trascendencia de esta «gran hora de la conciencia cristiana», o en el caso opuesto, el haberse convertido en un tópico, estrechamente relacionado con el afán de novedad que caracteriza a los que son dominados por la superficial obsesión de lo que llaman «estar al día».

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Cuando este «afán de novedad» empapado de espíritu naturalista, ha ido acompañado, como consecuencia, del olvido del valor eterno del elemento sobrenatural en la Iglesia, ha llevado a buscar y exigir de ésta una evolución «que la adapte a la mentalidad de nuestros tiempos», a desear una Iglesia transigente incluso con el error y con el mal.

En otros casos no llegamos ciertamente a esto, más bien creemos emprender el camino opuesto. No sólo concediendo, sino insistiendo en la inmutabilidad de los principios de la Iglesia y en la eficacia permanente de sus medios sobrenaturales, pasamos en seguida, creyendo sacar una conclusión obvia e inmediata, a entregar toda nuestra atención e intención, en orden al deber urgente que nos incumbe responder a lo que de nosotros reclaman las circunstancias y lo que los tiempos exigen, a la tarea de actualizar nuestro apostolado en el orden de los medios naturales.

La consecuencia lógica de nuestro discurso nos parece clarísima, en el fondo, no obstante, venimos a razonar en el sentido de que, puesto que Dios es eterno e inmutable, la actualidad ha de conseguirla el hombre. Si esta actualidad que debemos alcanzar viene exigida, en efecto, por el plan de Dios que exige nuestra cooperación en la tarea de la salvación de las almas, ello nos parece un nuevo argumento para llevar de nuevo toda nuestra atención al orden de los medios humanos, naturales.

¿Por qué los católicos, nos preguntamos, han influido menos de lo que debieran en la vida pública y en el orden internacional, en la estructuración de un orden social, en la marcha de la vida económica del mundo? ¿Por qué no poseer la más poderosa prensa al servicio de la verdad? ¿Por qué no domina el catolicismo el mundo de las ideas filosóficas, la literatura y el arte? ¿Por qué no son los más poderosos productores cinematográficos?… A todas estas preguntas se responde con otras que vienen a ser un examen de conciencia propuesto a los católicos acerca de su adaptación a los tiempos, a su darse cuenta de la eficacia de los medios de la técnica y la vida moderna en orden a la lucha en el complicado ambiente en que los enemigos de la Iglesia han usado de todos estos medios con tan universal eficacia para combatir a Cristo.

(…) De aquí que el insistir en que en los medios sobrenaturales y únicamente en ellos se funda toda nuestra esperanza, aunque a la vez se diga que «debemos usar de los medios naturales de todas las maneras posibles», los cuales sin embargo reciben sólo de la divina gracia su valor y eficacia para la propagación del Reino de Dios, nos deja a veces sin comprender bastante estas verdades, sea por no conocer suficientemente el valor y eficacia de la oración, sea también por olvidar que la vida sobrenatural no consiste únicamente en ella sino en la actuación de todas las virtudes, bajo el imperio de la caridad y brotando de la radical renovación del espíritu por la gracia divina.

[…] «El espíritu de los santos, su persona y su acción –se escribió hace poco en Cristiandad– vive y perdura en la Iglesia porque es algo eterno y divino, es de actualidad imperecedera, sin merma ni decadencia». Y ello porque siempre la santidad, que es la total y verdadera cooperación al trabajo de Cristo, es la que produce la verdadera actualidad en la tarea de la Iglesia de regenerar espiritualmente al mundo.

Los santos son siempre los hombres del día, los que verdaderamente resuelven los problemas concretos de los hombres y de las sociedades. Y ello hoy de un modo especial debemos tenerlo presente, porque no deberíamos tener la sinceridad de comprender que la Iglesia estaría completamente derrotada en el mundo moderno, en el orden de los medios naturales, y sobre todo que puesto que esto mismo nos obliga a entregarnos al trabajo en todos los campos que nos sea posible, cualquier actividad en la esfera concreta de actividades humanas exigirá en primer término un heroico espíritu de sacrificio que sólo una fe viva y una caridad ardiente nos puede dar. ¿Cómo tener los católicos una gran prensa, auténticamente cristiana, por ejemplo, y así podríamos repetir las preguntas que antes hacíamos? Ya todas y de un modo concretísimo deberemos responder que la primera condición que causará todas las otras infaliblemente deberán siempre ser el espíritu de los santos: pobreza y humildad, fe viva y caridad apostólica. Y una esperanza sólida, que sólo el espíritu sobrenatural podrá comunicarnos.

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