«Como quiera que las fuerzas humanas son ineficaces si no se apoyan en la divina gracia, os exhortamos encarecidamente a iniciar una como cruzada de oraciones para impetrar los oportunos remedios para los males presentes». Con estas palabras, el papa Pío XII exhortaba en la encíclica Anni sacri (1950) a todos los cristianos a emprender una cruzada de oración por la renovación de las costumbres y la concordia entre los pueblos.
Setenta y cinco años después, al mirar atrás y contemplar lo sucedido en el mundo, podemos afirmar que esta llamada sigue siendo más necesaria que nunca. Es preciso recuperar aquel espíritu que el padre Orlandis quiso inculcar en sus primeros discípulos. «Cuando se me preguntaba qué me proponía en estas conferencias, solía responder: “Mi intento no es otro sino el de formar celadores del Apostolado de la Oración”». Aquel anhelo no era otro que infundir en quienes formaran parte de Schola Cordis Iesu el celo por conocer, vivir y transmitir la devoción al Corazón de Jesús.
Para vivir plenamente esta devoción, ¿qué mejor camino que formar parte del Apostolado de la Oración? Aquella «santa liga de corazones cristianos unidos al Corazón de Jesús para obtener el triunfo de la Iglesia y la salvación de las almas», según la expresión del padre Ramière. Él mismo indicaba los medios necesarios para alcanzar tan excelso fin:
«He aquí los elementos que dan su fuerza a nuestro apostolado: la oración, como medio universal de acción; la asociación, como condición necesaria para que la oración sea eficaz; y la unión con el Corazón de Cristo, como fuente de vida para la asociación».
Hace 75 años, la revista Cristiandad, con motivo de la Cruzada de oraciones promovida por el Apostolado de la Oración, reflexionaba sobre el significado de las cruzadas a lo largo de la historia. Hoy, ante la realidad que nos rodea, podemos afirmar que la cruzada a la que todos estamos llamados es la oración. Este es el recordatorio que nos trae el artículo que presentamos.
La Cruzada actual. Francisco Canals Vidal
«La pérdida de nuestros ejércitos considero que ha sucedido por disposición de la divina Providencia, para que, derrotados mientras estuvimos armados con armas ajenas a la Iglesia, volvamos a las propias y con ellas triunfemos. Nuestras armas son la piedad y religión, la rectitud de vida, las oraciones y deseos presentados a Dios, el escudo de la fe y las armas de la luz. Si a ellas volvemos, así como con las armas que no son las propias hemos sido inferiores a cualquier adversario, así con las nuestras podremos triunfar de todo enemigo».
Con estas palabras predicaba la Cruzada contra los turcos, al inaugurarse en mayo de 1512 el Concilio ecuménico de Letrán, un hombre ilustre: Egidio Canisio de Viterbo, que algún tiempo después había de levantar tras de sí el entusiasmo del pueblo español al proclamar en nuestra patria la guerra santa contra el enemigo de la Cristiandad.
Pronunciadas en los tiempos en que decaía ya en Europa aquel ideal, las palabras de Egidio de Viterbo son expresión ejemplar del espíritu adecuado a la predicación de una cruzada. Por esto las encontramos ahora de tan vital actualidad.
Hoy ciertamente no tendría sentido, en las presentes circunstancias del mundo, esperar en que se sirviese con eficacia a su salvación con una empresa guerrera. Pero el espíritu que transformó el guerrero bárbaro en el caballero cristiano, el espíritu que animaba las cruzadas de siglos pretéritos no ha perdido su actualidad por ello.
Se nos pide de nuevo, con mayor urgencia que nunca, una movilización general del pueblo cristiano. Una lucha total en todos los campos. De este despertar de la conciencia cristiana depende la suerte del mundo. Nos lo ha advertido en solemnes ocasiones el papa Pío XII:
«Presten su ayuda –dice en la Encíclica Anni sacri– con su decidida y experta actividad los que militan en los ejércitos de la Acción Católica. A nadie le es lícita la indolencia, a nadie la inercia, nadie se entregue al ocio mientras se padecen males tan grandes, mientras tales peligros amenazan, mientras los que están enfrente se esfuerzan por socavar los mismos fundamentos de la religión católica y del culto cristiano. No se dé nunca en el futuro que «los hijos de este siglo sean más prudentes que los hijos de la luz», que jamás sean menos activos éstos que aquéllos».
Pero la característica de esta cruzada actual es que no puede ya consistir esencialmente en una actividad de orden natural. No ya sólo una empresa guerrera, toda otra actividad esencialmente humana: lucha política, acción social, prensa, etc., está en desproporción con la magnitud y gravedad de los problemas del mundo actual.
Los católicos que pusieran desordenadamente su ilusión en estas armas para superar a sus adversarios, pasarían pronto a engrosar la masa de los que creen que no hay remedio posible para los males presentes, o por lo menos que no está en su mano trabajar para salvar al mundo de males tan ingentes y peligros tan angustiosos.
Ello nos llevaría a la indolencia y a la inercia. Y el Papa nos dice en cambio una vez más que «ha llegado la hora de la acción». He aquí lo que la Dirección del Apostolado de la Oración nos advierte al proclamar la Cruzada internacional de Oración y Penitencia:
«Nosotros los católicos conocemos los principios que llevan a procurar la salvación del linaje humano. Y debemos trabajar con todas nuestras fuerzas para que se reconozcan y pongan en práctica, así en la vida privada como en la pública.
Mas la experiencia nos enseña que, de momento, no es posible obtener en la vida pública tal reconocimiento práctico de la doctrina de la Iglesia.
Nos falta algo todavía que es necesario para lograr la victoria de Cristo. Este requisito imprescindible es la oración».
La Cruzada radicalmente sobrenatural que puede salvar el mundo es, pues, Cruzada de oración.
«La oración es el único medio de salvación», nos dicen al proclamarla. «Sólo una legión de orantes puede dar la paz al mundo» dijo también el Sumo Pontífice.
Y en la encíclica Anni sacri, después de las palabras que antes citamos nos exhorta:
«Como quiera que las fuerzas humanas son ineficaces si no se apoyan en la divina gracia, por esto os exhortamos encarecidamente a iniciar entre los fieles una cruzada de Oración para impetrar del Padre de las misericordias y Dios de toda consolación los oportunos remedios para los males presentes».
En esta cruzada se nos pide nuestra colaboración y nuestra entrega al amor omnipotente del Corazón de Cristo, «manifestado en alto a las naciones como bandera de paz y caridad y como presagio de no dudosa victoria en el combate».
«Dios y la Iglesia para estas extraordinarias aflicciones nos ha dado la devoción al Corazón sacratísimo de Jesús», «remedio que puede y debe traernos la victoria y el triunfo de Cristo».
Si una consideración naturalista y en el fondo orgullosa de nuestras fuerzas humanas nos lleva a desesperar de todo esfuerzo por la salvación del mundo, la humilde y confiada aceptación del mensaje del Corazón de Jesús nos llena de seguridad en la victoria. En la fuerza sobrenatural de la Iglesia recibida de Él, tenemos nuestras verdaderas armas.
Esto nos llena a la vez del sentido de la responsabilidad que tenemos contraída ante Dios «por nosotros mismos y por los hombres de nuestra época». Porque los hijos de la Iglesia católica que sigamos este llamamiento, deberemos convencernos –sean cualesquiera nuestras cualidades y medios naturales– de que sólo nosotros podemos salvar el mundo.
Porque sólo el Corazón de Cristo puede salvarle.