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CRISTIANDAD

Las universidades en la América hispánica

Por Miguel María Jiménez de Cisneros
noviembre 2024
en Artículos
7 min de lectura

Aspectos generales
QUÉ movió a los conquistadores españoles de los siglos XV y siguientes a emprender la aventura americana? Muchos tal vez piensen que la sed de riquezas o el ansia de conquista. Sin embargo, la historia nos muestra que, si bien los móviles de sujetos y comunidades son diversos, dos grandes fueron los objetivos de la presencia española en América: la evangelización y la civilización. O, dicho de otro modo, hacer de los territorios americanos una extensión de la España peninsular.
Así se expresaba en el siglo pasado el americanista Ballesteros Gaibrois: «Un trasplante total de la vida española a América, con dos móviles bien definidos: la conversión espiritual del indígena y su transformación a la vida civilizada». 
En el marco de este proceso de evangelización y civilización, la creación de universidades constituyó una
página importante. Desde la llegada de los primeros conquistadores hasta las independencias del siglo XIX fueron creadas alrededor de una treintena de estas instituciones, teniendo presente que dentro de este conjunto las hubo más duraderas y menos, más importantes y menos, más completas  y menos.
De un modo más o menos explícito e intenso, el modelo de las universidades hispanoamericanas fue Salamanca, centro de primer nivel en la Cristiandad de entonces: Las universidades hispanoamericanas tienen, pues, un denominador común que se llama Salamanca, que fue también como el hilo conductor de su historia, su raíz común y vínculo, el lazo de las mutuas relaciones. La estructura y organización salmantina, toda la pedagogía viviente que alienta la normativa de la Universidad de Salamanca y su praxis a lo largo de su historia, fue proyectada a las universidades hispanoamericanas del período hispánico, especialmente en aquellas que siguieron más de cerca el modelo salmantino, y muy singularmente en Lima y en México, las primeras y mayores del continente –precedidas por la decana de Santo Domingo–, foco y modelo a su vez de otras muchas, que fueron una Salamanca de ultramar, reproducida con tanta originalidad.
Además, el influjo de Salamanca no se produjo meramente como un modelo ajeno al que imitar, sino que se concretó en la labor en América de numerosos hombres formados en la ciudad del Tormes, que más tarde cruzaron el Atlántico y ejercieron diversas labores en las universidades de ultramar: fundadores, visitadores,
reformadores, legisladores, rectores, catedráticos, estudiantes…
Todo esto constituye, por tanto, un testimonio más del mencionado trasplante de la vida hispana al continente americano. Trasplante que, con todo, no fue incompatible con una riqueza y singularidad propias, no ya de los territorios indianos, sino de cada institución universitaria en particular.
El propósito de las universidades, al igual que Salamanca, «no era sólo instruir, enriquecer la inteligencia, sino también “criar”, o sea educar, formar la voluntad, porque en la Universidad no sólo es razón se aprendan letras, sino también virtud y buenas costumbres y composición». Por otro lado, las universidades hispanoamericanas, al igual que las europeas, constituyeron en no pocas ocasiones una oportunidad de ascenso social para los que accedían a ellas, gracias a la formación allí recibida.
Al mismo tiempo, sirvieron para la difusión de las doctrinas tomistas, o de la defensa de la Inmaculada Concepción. También, es cierto, se difundieron otras doctrinas, al igual que en Europa, como el escotismo, el nominalismo o el tomismo suarista, y, más tarde, la «nueva filosofía».
La vida universitaria
Lógicamente, la vida universitaria hispanoamericana siguió muy de cerca el modelo europeo, donde las universidades habían surgido. En primer lugar, la universidad era concebida como una corporación de la que formaban parte tanto los maestros como los estudiantes, siendo ambos el nervio central y razón de ser de la Universidad. Todos ellos estaban amparados por los privilegios universitarios y obligados por los compromisos de la corporación. Unos y otros podían ocupar los diversos cargos que se establecieron para el funcionamiento del gremio universitario, y para garantizar su actividad genuina: la enseñanza. Destaquemos, por ejemplo, el cargo de rector, cabeza de la universidad y representante de la misma, o los de consiliario, que asesoraban al rector en la provisión de las cátedras.
Garantes de la autonomía universitaria fueron tanto el Papa como los monarcas. El representante en cada universidad del Pontífice era el maestrescuela. Unos y otros redactaron documentos que vinieron a confirmar la actividad de cada universidad y a garantizar los títulos (a nivel universal o de la monarquía, respectivamente),
así como los privilegios de la institución. En la época de las universidades hispanoamericanas (ss. XVI-XIX) podríamos hablar de cuatro escalafones dentro de la corporación universitaria: el estudiante o escolar, el bachiller, el licenciado y el doctor o maestro. Para permanecer en la corporación al final del curso, era necesario conseguir una acreditación de que se había asistido a las clases y pagar las tasas; los exámenes propiamente correspondían a la adquisición de grados: para obtener el de bachiller era relativamente sencillo, la licencia constituía lo más arduo, y la de doctor tenía un punto simbólico. 
Los grados habilitaban para la docencia, corazón de la vida universitaria. El curso comenzaba con la fiesta de san Lucas (18 de octubre) y concluía por san Juan (24 de junio). También se paraban las clases para las distintas festividades, destacando por supuesto la Navidad y Semana Santa.  Los jueves quedaban reservados para otras actividades académicas.

A diario, el protagonismo lo tenían las lecciones: la más importante era la de prima, que solía darse al inicio de la mañana, y después la de vísperas, al inicio de la tarde. Además, existían otras cátedras, de menor prestigio que las mencionadas, pero también importantes.
Las lecciones eran complementadas tanto por otros ejercicios académicos (disputas, relecciones, repeticiones…) como por el estudio personal o colectivo, así como las
consultas a los catedráticos, que estaban obligados a «asistir al poste», expresión que recogía el momento en que el catedrático, en la entrada del recinto universitario, estaba a disposición de los estudiantes para resolver sus dudas.

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Otros momentos que marcaban la vida universitaria lo constituían los diversos claustros; las mencionadas colaciones de grados; la votación para la provisión de cátedras; las festividades y actos litúrgicos; y de modo informal, todas aquellas actividades que han tenido lugar en los ambientes universitarios desde tiempo inmemorial (tunas, algaradas, celebraciones, etc.).
Respecto a los saberes impartidos, en primer lugar, se debían cursar las artes (principalmente la lógica o dialéctica). Posteriormente, se podía acceder a las facultades superiores: teología, derechos (civil: leyes; canónico: cánones) y medicina. Hay que
señalar que, en Hispanoamérica, «la teología tuvo la hegemonía hasta casi finales de la dominación española, en que comenzaron a primar las ciencias experimentales, con el
impulso y desarrollo promovido por las reformas ilustradas». Aparte de estos saberes, en no pocas ocasiones, otros fueron ofrecidos: lengua indígena, retórica, matemáticas,
música…
Respecto a la conducta de los escolares, debían conducirse con sobriedad en su vestimenta y proceder. De este modo: «Los universitarios hispanoamericanos, lo mismo que los salmantinos, se “criaron” o educaron en ese ambiente de piedad, estudio y disciplina, festivo y alegre, de la vida académica. Fueron así templando y preparando su espíritu para las grandes realizaciones en pro de “estos reinos de las Indias”: ellos
mismos llevaron a cabo, en no pocas ocasiones, la evangelización y civilización de América».

Las fundaciones universitarias
Por último, mencionemos someramente dónde y cuándo fueron estableciéndose las fundaciones universitarias en la América hispánica. El total asciende a 31 fundaciones, teniendo presente que cada una, como hemos dicho, tuvo su historia particular: promotor, duración, grado de desarrollo, etc. Como dice Rodríguez Cruz, «hay que tener en cuenta que algunas de las universidades incluidas aquí no fueron propiamente universidades en el periodo hispánico, sino academias con facultad para conferir grados». 
De esta treintena, siete datan del siglo XVI; doce del XVII; nueve del XVIII y dos de la primera década del XIX. Así, vemos una continuidad en la creación de instituciones de educación superior hasta el final del periodo hispánico en América. Por otra
parte, activos fundadores de universidades fueron las órdenes y congregaciones religiosas, especialmente la Orden de Predicadores y la Compañía de Jesús. Las más prestigiosas fueron las iniciales, destacando México y San Marcos de Lima. He aquí la lista (obsérvese, por otra parte, que la mayoría son encomendadas a la advocación de un santo): Santo Domingo, La Española, 1538; San Marcos de Lima, 1551; México, 1551; La Plata, en Sucre, 1552; Santiago de la Paz, La Española, 1558; Tomista de Santa Fé, en Bogotá, 1580; San Fulgencio, en Quito, 1586; Nuestra Señora del Rosario, en Santiago de Chile, 1619; Javeriana de Santafé, en Bogotá, 1621; Córdoba, 1621; San Francisco Xavier, en Sucre, 1621; San Miguel, en Santiago de Chile, 1621; San Gregorio Magno, en Quito, 1621; San Ignacio de Loyola, en Cuzco, 1621; Mérida de Yucatán (sin datos); San Carlos de Guatemala, 1676; San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, 1680; Santo Tomás, en Quito, 1681; San Antonio del Cuzco, 1692;  San Nicolás, en Santafé, Bogotá, 1694; San Jerónimo de La Habana, 1721; Caracas, 1721; San Felipe, en Santiago de Chile, 1738; Buenos Aires, 1733; Popayán, c. 1744; San Francisco Javier, en Panamá, 1749; Concepción, c. 1749; Asunción, 1779; Guadalajara, 1791; Mérida, 1806; León de Nicaragua, 1806.
Conclusión
Por supuesto, no todo fueron grandes logros. No todo salió como fue deseado: encontramos, sobre todo en el siglo XVIII, nocivas influencias en cuanto a nuevas doctrinas (racionalismo, nueva filosofía, etc.), en cuanto a las costumbres (exigencia de pureza de sangre, discriminación racial…), etc. Aun así, el balance no deja de asombrar a quien se acerca a este fenómeno sin prejuicios. En palabras de Hans-Albert Steger: «Conviene no considerar la fundación de universidades por parte de España como algo obvio. Ya el hecho de fundar universidades es significativo de una determinada actitud frente al Nuevo Mundo: puede ser utilizado como buen argumento en contra de la famosa “leyenda negra”… España constituye, pues, una gran excepción entre las potencias coloniales, en lo que se refiere a la fundación de universidades europeas fuera de Europa». En definitiva, conocer lo que fue el fenómeno universitario hispanoamericano contribuye no solo a conocer mejor la historia de la América española, sino a entender que esta labor que fue de tantos hombres contribuyó tanto al desarrollo espiritual y cultural de la América española como al hermanamiento de ésta con la España peninsular. Y, por tanto, a hacer de América, durante un tiempo, una extensión de la Cristiandad.

Nota: las citas o referencias han sido tomadas de la obra clásica: La Universidad en la América hispánica de Águeda María Rodríguez Cruz, Mapfre (Madrid , 199)

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