Exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se
lo quiera revelar.» Mt 11, 25-27
CUALQUIERA tendrá en la memoria, al modo de san Agustín, las palabras de santa Teresita, «en el Corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor». El Corazón de la Iglesia es el de su esposo, Jesucristo, y la vida que da es la misma Caridad increada: su Espíritu, porque por Él somos santificados y divinizados.
Con razón, insistía el Obispo de Hipona que nuestra vocación, en tanto que seres humanos y en radical y absoluta dependencia, es divina. Como criaturas. Y como redimidos. Cuestión substantiva esta que el santo No tenemos palabras con las que dar gracias a Dios por tan inmenso don. Plenos de gozo, anonadados estamos.
Concilio Vaticano II viene a resaltar al hablar de Cristo, Hombre perfecto: nuestro fin, a lo que somos llamados, es solo divino. La enseñanza de Su Santidad el papa Francisco ha superado con creces la más amplia expectativa. Es un texto insospechado. No estimamos que se limite a confirmar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Más bien es una enseñanza plenificativa por integración sintética existencial y vital: se sitúa en el Corazón de la Iglesia, y desde el Corazón toma vuelo en la Revelación, tanto la Escritura como la Tradición, para hacer palpable esta presencia del Amor divino en la carne asumida por el Verbo: Dios de gran Corazón. En efecto, desenvuelve la manifestación del Corazón del Redentor del hombre al trasunto de la vida de la Iglesia en nuestra historia. Las aportaciones sucesivas, y cómo en un momento y lugar determinados se hace visible para el común del santo Pueblo de Dios a través de sus enviados, comenzando por la Visitación y la Compañía de Jesús. Para desbordarse como agua viva y fecunda en la multiplicidad de fundaciones inspiradas por el Espíritu Santo. Y se detiene muy particularmente en esa eclosión –«huracán» enjuiciaría S.S.. Pío XI– que es «el caso» de la carmelita de Lisieux. Por nuestra parte, invitamos a detenerse y gustar la enseñanza. Asumir los envíos y llamadas: ir a la Escritura, navegar la Tradición apostólica, caminar contemplando el Costado abierto de la mano de los místicos, retomar los escritos de san Margarita María (aconsejamos las ediciones del siempre muy querido Pablo Cervera), así como los de san Claudio (al alcance, la edición del padre Juan Manuel Igartua, S.I.), para recorrer la escuela de los Ejercicios de san Ignacio… Tras Paray, la corriente es amplísima y de una fecundidad extraordinaria y empapa toda la misión y la pastoral. O al menos, la empapó durante decenios. Nos gustaría atender en algunas referencias como pueden serlo los dehonianos y los de Comboni, y en otros cien mil no aludidos. Como en congregaciones femeninas, cada cual más vigorosa, cuando no prendidas en el fuego del Corazón de Cristo como puede serlo la Madre Maravillas y su obra evangélica. Lo iremos haciendo según tengamos ocasión. Para quienes nos hemos educado al calor de Annum Sacrum, Tametsi futura, Ubi arcano, Quas primas, Misserentissimus Redemptor, Summi Pontificatus, Haurietis aquas, el Concilio Vaticano II, Investigabili divitias, Diserti interpretes, Redemptor Hominis, Dominum et Vivificantem, Dives in misericordia, Deus Charitas est, hemos saludado al paso de las páginas mismas nuestra propia vida. Y saltaban de la memoria aquellos textos embebidos, más allá del nuclear «Pensamientos y ocurrencias»: del mismo padre Orlandis, «Actualidad psicológica de la idea de Cristo Rey», «Algunas notas acerca del Apostolado de la Oración»; de Jaume Bofill, «El corazón, lo más íntimo de la persona»; de Francisco Canals, «El culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy». Y, cómo no, las tareas apostólicas desenvueltas por el padre Enrique Ramière, S.I., de quien el mismo padre Ramón Orlandis, S.I., se presentaba como continuador.
No tenemos palabras con las que dar gracias a Dios por tan inmenso don. Plenos de gozo, anonadados estamos.
«San Pío de Pietrelcina, otro Cristo entre nosotros»
Francisco Forgione (1887-1968) nació en Pietrelcina, una pequeña aldea pobre en el sur de Italia, en el seno de una familia humilde de agricultores. Desde su nacimiento, fue encomendado a san Francisco de Asís, su patrón. Fue bautizado y...