Mientras que el pasado 8 de marzo se celebraba en todo el mundo el Día Internacional de la Mujer, con manifestaciones, proclamas y las ya típicas actuaciones grotescas del feminismo más radical con plena cobertura en los medios de comunicación, en Irlanda, como anticipación de la fiesta de san Patricio, el feminismo se llevó un sonoro e inesperado revés.
La sorprendente e inesperada victoria del «No» en el referéndum de reforma constitucional, que pretendía reformular la definición de «familia tradicional» y eliminar el derecho de la mujer a quedarse en casa para cuidar de la familia fue un duro golpe para el «establishment» del país, que sufrió una severa derrota.
En concreto, la propuesta de enmienda constitucional reformulaba en términos neutros en cuanto al género la declaración de que «el Estado reconoce que, mediante su vida en el hogar, la mujer brinda al Estado un apoyo sin el cual el bien común no puede ser alcanzado». Y una segunda enmienda que buscaba neutralizar en términos de género la obligación del Estado «de asegurar que las madres no estén obligadas por necesidad económica a dedicarse al trabajo, descuidando sus deberes en el hogar».
En los planes del gobierno irlandés, secundado por los medios de comunicación, lobbies y demás entidades con poder en el país, el 8M de este año iba a ser una fiesta de avance progresista y un día simbólico para la historia del país. Sin embargo, a pesar de que las encuestas auguraban una contundente victoria del «Sí», la realidad fue diferente. La propuesta de sustituir la referencia a «la familia basada en el matrimonio» por «otras relaciones duraderas» fue rechazada por el 68% de los votantes. Por otro lado, la reforma del artículo referente a la labor de las mujeres en el hogar fue rechazado con aún más fuerza: un 74% de los irlandeses se inclinaron por mantenerlo en su redacción actual.
El resultado fue totalmente imprevisto. El presidente de Family Solidarity, una asociación de familias católicas que hizo campaña contra la reforma constitucional, comentaba: «El domingo pasado, las encuestas mostraban un 25% de votos en contra y un 35% de indecisos. Lo único que nos daba esperanzas era ver cómo crecía el apoyo a nuestras posiciones entre los ciudadanos más informados. Se percibía un movimiento en la dirección correcta, pero los días estaban contados. Los últimos debates convencieron a los indecisos y el resultado fue excepcional. El porcentaje de votos en contra en la segunda pregunta (74,4%) es el más alto registrado en la historia de los referéndums, mientras que la primera pregunta recibió el tercer porcentaje más alto (67,7%). Es decir, nunca antes el pueblo se ha expresado tan claramente como esta vez».
¿Y qué pasó? ¿Qué grupos se opusieron activamente a la reforma? En primer lugar, la Iglesia católica. En efecto, el episcopado irlandés publicó un argumentado comunicado explicando las consecuencias de las dos propuestas, texto al que se sumó la Iglesia presbiteriana.
Contraintuitivamente, los musulmanes irlandeses apoyaron activamente la propuesta, ya que vieron una oportunidad de que la redacción propuesta abriera la puerta legal a la poligamia en el país, ya que el «matrimonio» era sustituido por un concepto vago de «relación duradera». Sorprendentemente también, y como una más de las demostraciones patentes de cómo el mal se contradice a sí mismo, el sector del feminismo radical contrario a la ideología trans hizo campaña activa contra la reforma. Por último, ya que la redacción del texto propuesto era deficiente en términos de claridad jurídica, no fueron pocos los expertos legales y juristas que decidieron oponerse a introducir nuevos artículos deficientemente redactados en la Constitución.
Otra de las consecuencias de esta fallida reforma constitucional ha sido poner de manifiesto lo alejados que están los gobernantes de la sociedad. Mientras que las elites de poder se esfuerzan constantemente en introducir cambios sociales que atentan contra la familia, a veces éstos no calan en la población tan rápidamente como desearían. En este caso, la casi totalidad de diputados del Parlamento irlandés votó en favor de la reforma (excepto un partido minoritario, Aountù, que cuenta solamente con un diputado). No deja de ser curioso ver cómo el 99% del Parlamento irlandés vota en dirección contraria al 74% de la población en cuestiones tan fundamentales.
Son muchos los que han catalogado el suceso como la batalla de David contra Goliat. A pesar de que la guerra no esté ni mucho menos ganada, es siempre una buena noticia el que se haya frenado la disolvente dinámica en que Irlanda se encuentra sumida. De hecho, la situación en Irlanda es todo menos halagüeña: tras padecer uno de los regímenes de confinamiento más duros durante la pandemia, el país está sumido en una crisis de vivienda y personas sin hogar, el sistema de salud pública se desmorona, la inmigración está desbocada y recientemente se ha aprobado una nueva ley de educación sexual tremendamente agresiva.
El voto del 8 de marzo en Irlanda parece indicar un límite a la década de destrucción social iniciada con la redefinición del matrimonio en 2015 y que tuvo un momento álgido con la legalización del aborto en 2018. La clase política irlandesa, en guerra abierta con el pasado católico del país, dedica todos sus esfuerzos en convertir a Irlanda en uno de los países más hostiles al cristianismo. Pero en esta ocasión, los irlandeses han dicho no, y lo han dicho con contundencia.