Desde hace ya algún tiempo la Iglesia parece que se está quedando sola en la defensa de la dignidad de la persona humana, concepto que cada vez se está desdibujando más e incluso ha llegado ya a desaparecer en algunos ámbitos políticos, sociales y económicos.
Con el fin de profundizar en su fundamento y clarificar la comprensión en el contexto actual de este concepto el dicasterio para la Doctrina de la Fe publicó el pasado 8 de abril una nueva declaración en la que aborda los principios y los supuestos en que se basa la dignidad del hombre, ofreciendo importantes aclaraciones que nos ayudarán a evitar las frecuentes confusiones que se producen en el uso del término «dignidad» y presentando algunas situaciones problemáticas actuales en las que no se reconoce adecuadamente la inmensa e inalienable dignidad que corresponde a todo ser humano.
«Una dignidad infinita –comienza afirmando la declaración–, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos. La Iglesia, a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús. De esta verdad extrae las razones de su compromiso con los que son más débiles y menos capacitados».
La Iglesia, desde los inicios de su misión, se ha esforzado por promover los derechos de todos los seres humanos y para ello ha desarrollado una antropología sobre la persona humana inigualable «en cuanto a su originalidad, dignidad, intangibilidad y riqueza de sus derechos fundamentales, sacralidad, educabilidad, aspiración a un desarrollo completo e inmortalidad». En esta antropología, y sólo en ella, la dignidad humana adquiere su fundamento y su verdadero valor.
Sin embargo, para comprender adecuadamente la dignidad y el valor único y trascendente de todo ser humano y atendiendo a los muchos significados que suele darse actualmente a la expresión «dignidad humana» la declaración analiza una cuádruple distinción del concepto de dignidad: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y dignidad existencial.
El sentido más importante es el vinculado a la dignidad ontológica que corresponde a la persona como tal por el mero hecho de existir como «sustancia individual de naturaleza racional» y haber sido querida, creada y amada por Dios. «Esta dignidad no puede ser nunca eliminada y permanece válida más allá de toda circunstancia en la que pueden encontrarse los individuos».
Cuando se habla de la dignidad moral se refiere al ejercicio de la libertad por parte de la criatura humana al actuar de acuerdo con su conciencia. Porque si el ser humano actúa en contra de ella se comporta de un modo que «no es digno» de su naturaleza de criatura amada por Dios y llamada a amar a los otros. Esta distinción nos ayudará a discernir con precisión entre el aspecto de la dignidad moral, que de hecho puede «perderse», y el aspecto de la dignidad ontológica que nunca puede ser anulada. Y es precisamente en razón de esta última que se deberá trabajar con todas las fuerzas para que todos los que han hecho el mal puedan arrepentirse y convertirse.
En tercer lugar, cuando hablamos de dignidad social nos referimos a las condiciones en las que vive una persona. Y así decimos que una vida es «indigna» cuando no se dan las condiciones mínimas para que una persona viva de acuerdo con su dignidad ontológica.
Por último, la dignidad existencial hace referencia a la percepción que se tiene de las circunstancias concretas en las que se desarrolla la vida (paz, alegría, amistad, esperanza, enfermedad, violencia, soledad, etc.) y que motivan el calificativo de «digna» o «indigna».
La declaración hace también un recorrido histórico sobre la progresiva conciencia de la centralidad de la dignidad humana en la vida de los hombres, intuida ya de alguna manera en la antigüedad clásica pero que sólo comenzará a comprenderse adecuadamente desde la Revelación bíblica y adquirirá toda su fuerza con el anuncio del Evangelio y el posterior desarrollo del pensamiento cristiano, haciendo de la Iglesia la única capaz de anunciarla, promoverla y garantizarla.
En su última sección la declaración aborda algunas de las muchas y graves violaciones de la dignidad humana: el drama de la pobreza, la guerra, el trabajo de los emigrantes, la trata de personas, los abusos sexuales, las violencias contra las mujeres, el aborto, la maternidad subrogada, la eutanasia y el suicidio asistido, el descarte de las personas con discapacidad, la teoría de género, el cambio de sexo y la violencia digital.
El documento, firmado por el presidente del dicasterio para la Doctrina de la Fe y el papa Francisco, concluye exhortando «ardientemente a que el respeto de la dignidad de la persona humana, más allá de toda circunstancia, se sitúe en el centro del compromiso por el bien común y de todo ordenamiento jurídico». «Cada persona individual y, al mismo tiempo, cada comunidad humana tiene, por tanto, la tarea de la realización concreta y efectiva de la dignidad humana, mientras que corresponde a los estados no sólo protegerla, sino también garantizar las condiciones necesarias para que florezca en la promoción integral de la persona humana. También hoy, ante tantas violaciones de la dignidad humana, que amenazan gravemente el futuro de la humanidad, la Iglesia no cesa de alentar la promoción de la dignidad de toda persona humana, cualesquiera que sean sus cualidades físicas, psíquicas, culturales, sociales y religiosas. Lo hace con esperanza, segura de la fuerza que brota de Cristo resucitado, que ha llevado ya a su plenitud definitiva la dignidad integral de todo varón y de toda mujer».
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