Hemos de reconocer que tanto el título como el subtítulo del libro resulta muy atractivo. Ya la autora nos había sorprendido en su anterior ensayo con un neologismo que fue capaz de condensar toda una corriente de propaganda «supuestamente historiográfica» contra el imperio español: Imperiofobia y leyenda negra. Absoluto éxito de ventas y acontecimiento cultural como ha habido pocos en España durante los últimos años, la autora nos deleita ahora con un nuevo ensayo investigando una de las dimensiones más oscuras de esa imperiofobia: su acrítica asimilación por el propio pueblo español. ¿Cómo el fenómeno que durante algunos años provocó un «alegre menosprecio» por parte de los españoles acabó convirtiéndose en un zurriago de autoflagelación?
El libro trata de ser una respuesta a esta pregunta internándose en la historia, cultura y devenir de nuestra patria. Y nada más empezar encontramos su primer gran acierto: se remonta hasta la Guerra de Sucesión española. Podría parecer exagerado, pero los procesos históricos no se cuajan en un día. Tras una breve crónica de cómo llegaron los Borbones, el archienemigo del Imperio durante años, a ocupar el trono de España, (es notable el epígrafe sobre el papel del embajador francés Henri de Harcourt), la autora explica cómo en el nuevo régimen, el desprecio y humillación de las glorias españolas durante la dinastía de los Habsburgo se convirtió en el arma de autojustificación moral de las nuevas elites, así como en el instrumento imprescindible para medrar en la administración. Esta primera parte se cierra con un muy interesante estudio cultural y literario en el que se ve una auténtica «desconexión», de lo popular hacia lo culto, y de lo Borbón frente a lo Habsburgo.
Varios ejemplos para advertirlo: el abandono, antes tan cultivado, de los metros y rimas populares por los grandes poetas y literatos, un estudio del motín de Esquilache frente a la imposición de indumentarias extranjeras, una gráfica comparación entre los entierros de Lope de Vega y de Molière, la ausencia de la historiografía española durante el siglo xviii, la casi ocultación y negación del fenómeno científico de los novatores o la sustitución de los enanos y bufones de la Corte por las pelucas y los aduladores.
La segunda parte del libro es una reflexión sobre el siglo xix, desde la Guerra de la Independencia hasta la generación del 98. Siendo de interesantes desarrollos y eruditos ejemplos (apasionante relato del nacimiento del flamenco) hay a nuestro parecer un desenfoque en la cuestión de fondo, con no poca ironía lo refleja en algunos párrafos, tras la dicotomía de austracistas atávicos y malos / borbones modernos y buenos, la aparición de las ideas liberales provoca un cortocircuito:
«Los clichés ideológicos estallan porque la España atávica, inquisitorial y oscura de los Austrias no existe ya en 1800. No queda en pie ni un solo circuito de poder vinculado a la vieja dinastía. La ocupación de los mecanismos políticos y culturales por los Borbones es plena y perfecta. Los afrancesados son los partidarios del absolutismo y el Ancien Régime. O sea, ¿son los malos? Horror, esto no puede ser. La idea de que los afrancesados son malos hace rechinar la caja de cambios de la mecánica habitual de buenos-malos, progresistas-conservadores, etc, que cualquier español medio tiene en el cerebro. No se puede soportar. Pero… por más que el afrancesado haya representado en el imaginario nacional al héroe de la modernidad frente a lo atávico-español, lo cierto es que sus ideas están vinculada a la monarquía absoluta» (p. 188)
Pero a nuestro entender la autora no resuelve bien el problema. No es cierto que ya no queden restos de la España «tradicional» austracista, lo que pasa es que no hay que buscarlos en las elites del gobierno. Ella misma ha señalado la desconexión profunda que se dio en el siglo xix entre lo popular y las elites. En las siguientes páginas la autora hace algunas consideraciones (véase el ensalzamiento de Muñoz Torrero) cuyo presupuesto presenta a los liberales doceañistas como los verdaderos herederos del espíritu popular y genuino español, contra el absolutismo afrancesado. El cambalache tiene su gracia, parecería mucho más sencillo señalar por un lado la continuidad antitradicional (en el sentido de ruptura negacionista de la historia anterior) que se da entre gobiernos y elites absolutistas y constitucionalistas; y por otro lado, la continuidad tradicional (en el sentido de ausencia de desconexión con etapas históricas anteriores) que se da entre el espíritu austracista de las clases populares durante el siglo xviii, y el partido de los reformistas en las controversias de las Cortes de Cádiz que cristalizaron en el Manifiesto de los Persas.
En el fondo, manteniéndose en su planteamiento, la autora peca de lo que condena: no consigue salir del esquema binario de buenos y malos. Lo único que hace es desplazar los términos. Una vez más los esquemas trinos suelen ser más útiles para la comprensión de la realidad histórica, en tiempos de Fernando VII existieron tres partidos entre los influyentes: una mayoría absolutista afrancesada en las elites del gobierno situadas por la dinastía borbona en actitud antiaustracista, y dos minorías, una liberal, claramente influida por el pensamiento y acontecimientos revolucionarios franceses, y otra reformista, que pretendían un renovación profunda del sentido del Gobierno acudiendo a las antiguas Cortes españolas relegadas por los monarcas franceses.
Son muy notables sin embargo las consideraciones sobre las independencias de las naciones hispanoamericanas, y el genio de Roca Barea remonta vuelo de nuevo, un estudio de historiografía comparada con el imperio francés o el colonialismo inglés establece bien los límites de las virtudes y fracasos del modelo español.
También es interesante la atención a la historiografía y cómo en España se lee acríticamente las obras de su historia escritas por europeos y siempre recurrentes a los tópicos de anomalía, minorías, judíos e intolerancia. Es curioso, sin embargo, el juicio implacable que se hace a Menéndez Pelayo acusándole de cultivar ese mismo defecto en la Historia de los heterodoxos españoles, curiosamente ya el gran escritor católico previó ese reproche:
«Creo que hasta podrá tachárseme de cierto interés y afición, quizá excesiva, por algunos herejes, cuyas cualidades morales o literarias me han parecido dignas de loa. Pero en esto sigo el ejemplo de los grandes controversistas cristianos, ya que en otras cosas estoy a cien leguas de ellos. Nadie ha manifestado más simpatías por el carácter de Melanchton que Bossuet en la Historia de las variaciones».
A ningún lector se le escapa, en efecto, que el sentido de la obra del santanderino es precisamente hacer mostrar que la grandeza de España está en su ortodoxia si bien por el estudio de su contrapunto, lo dice explícitamente don Marcelino en el prólogo: «sinteticemos en concisa fórmula el pensamiento capital de esta obra: el genio español es eminentemente católico; la heterodoxia es entre nosotros accidente y ráfaga pasajera».
Quizá no fuera el método más acertado, Roca Barea prefiere las aportaciones indiscutibles de un Modesto Lafuente como iniciador de la historiografía liberal, aun cuando no deja de reconocer sus límites e incluso fracaso. «Aunque la historiografía liberal supuso un avance indiscutible, lo cierto es que la desconexión y la dependencia del exterior eran demasiado profundas y no pudieron ser vencidas». (p. 308)
La tercera parte del libro se sumerge en el siglo xx. Interesantes consideraciones sobre el concepto de «regeneracionismo» como envés del complejo de inferioridad español, atinada observación de la admiración ya no francesa sino germana que campea en el nuevo siglo. Más discutibles las críticas a Sánchez Albornoz y los elogios a Rafael Altamira y la Institución Libre de Enseñanza. Sigue con un capítulo brillante sobre cuestiones económicas en una profunda y acertada crítica a Max Weber. El libro se cierra con algunas reflexiones sobre los nacionalismos españoles y su tendencia balcanizante y un capítulo de actualidad a título de ejemplo de cómo siguen funcionando los mecanismos de imperiofobia y fracasología en torno al caso de la huella hispana en California.
La obra de Roca Barea, es, sin duda, de extraordinaria calidad e indiscutible erudición. Tiene grandes intuiciones que son una gran bocanada de aire fresco en el ambiente cultural de nuestra patria ciertamente cargado de automenosprecio. Quizá la mayor confirmación de lo acertado de las tesis de Roca Barea hayan sido las reacciones que han provocado sus libros: un éxito sin precedentes entre las clases medias convirtiéndose en uno de los ensayos históricos más vendidos de nuestra época, y una fuerte impugnación desde algunos ambientes de las elites culturales (varios reportajes y artículos, incluso libros que se han publicado en su contra). No se recuerda en mucho tiempo reacciones de este tipo ante un libro de estas características. Parece que Roca Barea ha puesto el dedo en la llaga.