Queridos hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el amor de Cristo que nos «inquieta» hasta que no hayamos alcanzado el objetivo; que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre (cf. 2 Cor 5,14-20). No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta el punto de ir más allá de nosotros mismos, para darnos la posibilidad de reconocer su rostro en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente por este amor y llegaremos a ser misericordiosos como el Padre.
Hemos escuchado el Evangelio, Tomás era un testarudo. No había creído. Y encontró la fe precisamente cuando tocó las llagas del Señor. Una fe que no es capaz de meterse en las llagas del Señor ¡no es fe! Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como son signo de misericordia las llagas del Señor, no es fe: es una idea, ideología. Nuestra fe está encarnada en un Dios que se hizo carne, que se hizo pecado, ¡que ha sido llagado por nosotros! Pero si nosotros queremos creer en serio y tener fe, debemos acercarnos y tocar esa llaga, acariciar esa llaga y también bajar la cabeza y dejar que otros acaricien nuestras llagas.
Y bien, entonces, que sea el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el amor, él es la misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los caminos que nos indica. Permanezcamos con el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo; y así, perdonados, reconciliados, dentro de las llagas del Señor, lleguemos a ser testigos de la alegría que brota del encuentro con el Señor Resucitado, vivo entre nosotros.
Francisco: domingo 3 de abril de 2016.
Festividad de la Divina Misericordia