Advertía Donoso Cortés que una de las causas más perturbadoras de la sociedad moderna era la negación del pecado original y consecuentemente el descuido de la gracia como poder restaurador de nuestra naturaleza caída. Esta intuición social del político español podría tomarse como el punto de partida del libro de Scott Hahn sobre «el matrimonio y la restauración del orden social».
No obstante, a diferencia de la Carta al cardenal Fornari, el libro de Hahn no es un diagnóstico de la sociedad actual ni una disección sobre los males que la aquejan, sino una invitación a redescubrir que la sumisión a las inspiraciones secretas de la gracia es conforme al orden universal, como decía Donoso.
«La primera sociedad» es un libro con tres grandes virtudes: ser propositivo, práctico y esperanzador. El autor nos escribe desde su consideración vital de abuelo que se enfrenta a la recurrente pregunta sobre la sociedad que vamos a legarle a nuestros hijos y nietos. No obstante, esta pregunta –presuntuosa– sobre aquello que no podemos controlar, la reformula para ofrecernos la pregunta sobre aquello en lo que sí podemos influir: ¿con qué clase de hijos católicos va a tener que lidiar nuestra sociedad? […] porque lo que estamos haciendo es transmitir hijos a nuestra sociedad, y no transmitir una sociedad a nuestros hijos.
Ante la conciencia de que vivimos hoy en la sociedad más secularizada de la historia de Occidente, el autor nos propone el fundamento de una verdadera sociedad cristiana: el matrimonio cristiano.
El matrimonio es la sociedad primera y básica de donde brotan y adquieren su estructura todas las demás sociedades porque, en palabras de Hahn, «todas las sociedades humanas acaban tomando la forma y la estructura de las familias que las conforman». El matrimonio es la primera sociedad tanto en el orden como en el tiempo: en él se aprende desde la infancia la entrega mutua, la reciprocidad generosa, la solidaridad, el respeto, la obediencia, la autoridad… y se descubren las bases de una sociedad conforme a sus fines: la paz y el bien común, que no es el bien de la mayoría sino el bien de todos y cada uno de sus miembros, un bien común que es reflejo de la sobreabundancia del amor y la misericordia de Dios.
La visión del matrimonio cristiano se nos propone como una visión trinitaria de la vida que descubre en la belleza de ese sacramento un tenue reflejo de la relación entre las personas de la Trinidad como un recordatorio de nuestra dependencia última de esa Trinidad y la consideración de que Dios nos ha hecho interdependientes, sociales por naturaleza; negarlo no es liberarse, no es cortar los amarres con ese espíritu del matrimonio y la familia, sino transferirlos a entidades interesadas e insensibles de una sociedad individualista que no actúan como el verdadero Dios, sino que intentan sustituirlo, dando lugar a una sociedad que sufre de inquietud e inseguridad.
Así como el hombre pecador es asumido y perfeccionado por la gracia, sin la cual le resulta muy difícil vivir la vida para la que ha sido creado, el matrimonio por el poder sacramental que Cristo le otorga es también asumido y perfeccionado por la gracia para poder alcanzar sus fines. ¿Y cómo alcanzarlos? A imagen de la familia de Nazaret, ejemplo perfecto, de matrimonio y de familia. Así como el matrimonio llevado a su perfección por la gracia es como una iglesia perfecta; así también la Iglesia perfecta es la sociedad perfecta, puesto que en todos ellos Jesucristo ocupa el centro, como en la familia de Nazaret.
Si bien es difícil deslindar en algún momento dónde se refiere el autor al matrimonio natural y al sacramental, dónde pone el orden entre la sacralidad y la sacramentalidad matrimonial, dónde lo natural y lo sobrenatural, el autor nos adentra en una construcción social cuyo centro es la fe y en cuyo seno se atiende al hombre en su totalidad, como aquel ser creado y amado por Dios que camina por este mundo hacia su meta celestial.
Si esta «primera sociedad» es modelo y forma de la familia humana, la perfección de la primera, perfecciona a la segunda. Esa elevación que supone la gracia debe verse también reflejada en la vida de la comunidad política, porque una política práctica no es la que ignora a Dios; de hecho, comprometerse en serio con la política requiere un compromiso en serio con Dios, con su Iglesia y con su gracia. Pero ante la tentación de buscar atajos, el autor nos advierte de que no se trata de hacer política para cristianizar, sino de cristianizar y luego poder hacer política; tampoco de aceptar –siquiera como táctica– ningún compromiso con el liberalismo ni buscar soluciones en las revoluciones ni confundirse en el individualismo y la ambición del capitalismo.
Porque, como sigue el autor, el hecho de que tanta gente –incluidos muchos católicos– ignore que la Iglesia nos envuelve por todas partes es una de las peores tragedias de la modernidad, mientras que admitir esa verdad es una de las mayores gracias imaginables: una verdad capaz de sanar, perfeccionar y elevar nuestra civilización, que lucha por mantenerse a flote. En fin, un precioso compendio de doctrina social cristiana, descaradamente contrario a las corrientes secularizantes que disimulan o simplemente ignoran que Cristo es el único fundamento seguro de la paz social y de la prosperidad de una civilización.
El autor nos deja además unos breves consejos de los que destacamos dos: el primero, si queremos conservar la esperanza de que el poder y el amor de Cristo transformen nuestra sociedad, antes hemos de aceptar su reinado abriéndonos radicalmente al Espíritu Santo; y el segundo: no renunciemos a principios esenciales ni comprometamos nuestra fe a cambio de indultos temporales.
Para concluir, en la lectura del libro de Scott Hahn hallará usted un libro lleno de esperanza que trata de la gracia de Dios, del amor de Cristo y de la verdad de la Iglesia que da vida: esa verdad que perdura y que ni la situación social ni las supuestas fuerzas de la historia son capaces de minar.
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