Un problema de «sistemática» filosófica
En la versión del Catecismo romano que estudiamos cuando niño, perseveraba el esquema agustiniano de las «potencias del alma». «Las potencias del alma, decíamos, son tres: memoria, entendimiento y voluntad».
Sobrevivencia que no deja de ser curiosa, dado que se encontraba en desacuerdo con los textos de filosofía escolástica vigentes por aquel entonces, y que habían relegado al olvido esta división. La cuestión de «sistemática» filosófica que aquí se encierra dista mucho de ser puramente «formal»: esperamos que el lector que nos acompañe lo observe igualmente.
El esquema agustiniano de la estructura de la mens, nivel espiritual del alma, se constituye en el corazón de una meditación que lo entronca con el mismo misterio trinitario, con el secreto de la vida íntima de Dios. La mens o espíritu humano, es entendida, fundamentalmente, como imago Trinitatis; las realidades inferiores, las cosas o el mismo hombre en su nivel corporal y sensible, no son más que un vestigium Trinitatis.
Sin embargo, sucedió que al irrumpir el aristotelismo en la filosofía de Occidente se superpuso un nuevo esquema al anterior; esquema que, al menos en apariencia, constaba de dos elementos, y no de tres, como el agustiniano. Este nuevo esquema refuerza los elementos del «entendimiento» y la «voluntad», dejando, en cambio, la memoria al nivel de la sensibilidad; no atiende, pues, la compleja actividad «memorativa» que se desenvuelve al nivel de la mens, esto es, de la vida propiamente espiritual.
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La noción de «memoria»
Las dificultades de sistematización que acabamos de referir invitan a reflexionar sobre la compleja función mental que san Agustín denomina «memoria».
Sucede, nos parece, que ya en su nivel sensible (único considerado en los manuales escolásticos, al tratar de la memoria) se suele caracterizar incorrectamente su función; que sería: a) una referencia al pasado como pasado, que, a su vez, b) se actualizaría mediante la fijación, conservación y reviviscencia de escenas o «imágenes». La primera de estas dos connotaciones es incompleta; la segunda, incorrecta.
Comencemos por la segunda. La actividad memorativa se distingue de la de la «imaginación» en que esta segunda realiza asociaciones, síntesis, unidades «formales». La imaginación es, al nivel sensible, una función «representativa». La memoria, en cambio, solo indirectamente se refiere a imágenes, en la medida en que su actividad se despliega sinérgicamente con la de la imaginación. Por sí misma, la memoria retiene «vivencias», el impacto que los «hechos» han causado en el sujeto. Su acto se perfecciona, no por la referencia intencional a una «forma», sino en la estabilización de un «sentimiento»; sentimiento que no ha de entenderse aquí, como un estado «afectivo» (amor, odio, alegría o tristeza) sino estrictamente como un «sentir la presencia» de las cosas, por la ausencia de mutación que, en virtud de esta misma presencia, producen en el sujeto.
De aquí proviene la constitutiva referencia de la memoria al «tiempo», ella es el «tiempo originario». Retiene las cosas por su dimensión de «existencia»; «existencia» que, al nivel anímico, que es el que ahora consideramos, se presentará como una «duración». De donde la típica referencia al «pasado como pasado». Pero donde al mismo tiempo hay que notar como fundamental, en la actividad de la memoria, no que lo que retiene «haya dejado» de estar presente a la percepción, sino, al revés, que «permanece siendo presente» al sujeto un hecho que tal vez ya no le impresiona al nivel sensible y perceptivo. Modo de «presencialidad» por la memoria intermedio entre la «momentaneidad» de la percepción y el modo superior de presencia consistente en la posesión totum simul et perfecte del tiempo en un solo acto interior; acto que, si bien es verdad que en una de sus dimensiones está en el tiempo y es medido por él, no obstante, en lo que tiene de característico, trasciende el tiempo y lo domina. «Presente» en este nivel superior de memoria no es mero fenómeno, un datum empírico, sino un ens (id, cujus actus est esse). Cuando la memoria se considera, no al nivel sensible en el que se contradistingue de la imaginación y de la estimativa animal, sino al nivel espiritual que ocupan el entendimiento y la voluntad, deviene, como estos últimos, una función «ontológica».
La memoria agustiniana alcanza este nivel superior, espiritual, en el que la dimensión «discursiva» del tiempo, todo lo que el «vivir en el tiempo» entraña de «distensión», se supera, como se supera la «fragmentación» del tiempo en «momentos» puntuales. Es verdad que el hombre no goza de forma pura de esta total autopresencia, por la que le fuera dada a la vez una experiencia absoluta del ser: toda la persona humana está empapada de temporalidad. Pero no por eso el aspecto superior que indicamos puede ser ignorado. Por él, el modo humano de vivir en el tiempo es justamente aquel que suele llamarse hoy «historicidad»; término con el que designamos un estar en el tiempo, no abandonándose a él, sino reasumiéndolo, totalizándolo continuamente por actos de tal condición, al punto que el sentido total de mi vivir está comprometido en cada uno de ellos. Un ejemplo de acto de esta naturaleza es el acto libre.
La «memoria», función existencial
Disponemos ahora de datos suficientes para entender por qué la «memoria» no figura en el esquema «aristotélico-tomista» de las «facultades» o «potencias» del alma. Este esquema tiene presente los modos de «intencionalidad» de la conciencia, su referencia y «apertura» a un «objeto» en el que «terminan» la actividad de pensamiento o de volición. Llamemos, si se quiere, «esencias» al objeto del entendimiento, y «valores» al de la voluntad. Pero la «memoria» no posee el ens como «término» objetivo, sino como «coprincipio» subjetivo de su actividad. La actuación de la memoria no hace surgir un tercer tipo de «objeto», diverso de los del conocimiento representativo y de la apetición. El orden objetual se inaugura con la función «representativa» (no con la memoria, que le es anterior) y se perfecciona finalmente por la actividad afectiva. La función de la memoria, en cambio, es la de conectar las «esencias» y los «valores» objetivos con la realidad «existente» en la que radican. La memoria —parece obvio— es existencial.
Hasta tal punto había hecho suya esta vivencia Bergson, que concebía el existir como una memoria: «existir es recordar». La memoria sería, no sólo el «tiempo originario», sino la «existencia originaria». Por eso la doctrina teológica de las «apropiaciones» que antes hemos mencionado, refería al Padre la memoria, como le refería la eternidad. Es lo mismo.
La memoria retiene al «existente» como una «presencia» convertida en consciente en la medida en que el sujeto es «inmutado» por ella. Es un puro experiri que se abre ciertamente a una actividad representativa, pero que no consiste formalmente en una representación. Es un «sentirse vivir, y ser» como dice Aristóteles; y esto en comunidad con los demás y con el «mundo»; un «persistir» juntos, fuera de alcance de la acción corrosiva del tiempo.
«Inmutar», «persistir», etc., son términos que podrían sustituirse por otros. Pero siempre será inevitable la connotación, en ese «existir» que la memoria registra, de un nuevo elemento: una dimensión de «tenacidad», de «fuerza» o «poder». El existir nunca es una pura situación pasiva. Esta dimensión energética confiere una necesidad intrínseca al existir del ens.
Hacia aquí apunta, de forma más o menos clara, la intuición filosófica de un santo Tomás, de un Leibniz, de un Fichte o de un Marcel cuando nos hablan, respectivamente, de virtus essendi, de vis, de «acción» o de «fidelidad creadora».
El despliegue de esta dimensión ontológica da cuenta de que el vivir del hombre sea, no el de un simple sujeto teorético (como hubiera querido una filosofía «racionalista») sino un vivir «histórico»: un vivir en una «tradición».
«Memoria» y «tradición»
La tradición es «memoria» de los pueblos, si en la memoria connotamos esta dimensión energética referida.
Es (si resulta lícito parafrasear una locución famosa de Aristóteles) un «seguir siendo lo que se era», como predeterminación, añadiríamos, de lo que será. La tradición no es «lógica» o «racional»; no es un «argumento», sino una «fuerza». Se mama con la leche materna, se contagia en aquella primera sonrisa que abrirá al niño del Pollion virgiliano la posibilidad de una futura convivencia con los dioses y diosas. Se inscribe por las fábulas, por los aforismos, por los nursery rhymes, por las fiestas y ritos en el fondo subconsciente del individuo y de la colectividad. Perpetúa actitudes, constituye linajes. Está arraigada en la propia fuerza generativa; se liga, con un juramento prestado con la mano bajo el muslo del padre, a la tierra y al linaje.
Mantiene la fidelidad a los amores y a los odios; vincula a los hombres a vida y muerte por su comunidad genealógica. No tolera la razón racionalista, la filantropía edulcorante, ya que una y otra la disuelven: vive de una autoridad que vincula a las generaciones; que posibilita toda la delicadeza de la amistad entre el anciano y el niño, la dialéctica viril entre el padre y el hijo que fue recibido, al nacer, sobre las rodillas, en reconocimiento de su «genuinidad». Por eso la tradición, es versión del pasado y profundiza en la historia en cuanto encuentra allí el fundamento de la futurición. La tradición es esperanza.
«Sum», «adsum», «possum»
En diversos pasajes de su libro «La espera y la esperanza» y, en concreto, al hablar de san Agustín, Laín Entralgo aproxima «memoria» y «esperanza». Nos interesa también a nosotros, en la pobre medida que permite esta nota, hacer una confrontación de estas dos dimensiones de la existencia humana. La «memoria de futuro» de la que san Agustín habla se funda, en efecto, sobre una «protensión», preconsciente, que es la «esperanza» misma, ontológicamente entendida. Mi presente se amplifica hacia el «mañana»; estoy presente (adsum) en situaciones que no son todavía, precisamente porque son «futuras»: algo que futurum est, que a la vez «será» y «ha de ser».
Esta necesidad radica en el propio sum; por él, tiene el futuro en su mano, ya sea que se ejerza como decisión libre, ya como puro determinismo de naturaleza. Por eso, como hemos dicho, no es únicamente «presencia» (adsum) sino poder (possum). Sum, adsum, possum es la estructura ontológica del yo en tanto que puro principio, subjetividad pura. La esperanza así entendida fundamenta el querer («quiero»).
La voluntad elícita asume, en efecto, en el «quiero» (por reflexión constitutiva sobre su propio fundamento) el «ser» mismo del sujeto entendido como poder (possum) y actualiza ese poder en actos. Acto por el acto, lo que será porque ha de ser —lo que futurum est— es sucesivamente rescatado al tiempo y constituido extra causas.
«Esperanza» y «tradición»
La esperanza, entendida en su núcleo originario, es trascender (por virtud propia o prestada) la contingencia temporal; es la tradición en tanto que proyectada al futuro.
Trae maestría del pasado; pero no mediante argumento, que no podría ir más allá de un argumento —inconcluyente— de analogía: sino porque el pasado me ha hecho consciente de una fuerza que siento todavía operante y joven en mí (esa «fuerza tranquila» que Costa y Llobera refiere en su Oda a Horacio) y me hace encararme con serenidad ante la amenaza de toda futura contingencia. Este es el «magisterio» de la historia, magistra vitae, este el mensaje de la senectud; ya que la misión de los ancianos es confortar, en los jóvenes, la esperanza.
Donde la razón no concluye, la esperanza espera. Más aún: la esperanza salta por encima, no solo de la carencia de razones, sino de las mismas razones que eventualmente se le opongan, acusándola de temeridad o locura. La esperanza espera contra toda esperanza: es la respuesta de la fidelidad a la fidelidad. Abraham, María, la histórica «esperanza» que, al cabo de dos mil años, ha hecho retornar Israel a Palestina, han desafiado todos y cada uno de los quomodo fiet istud? que carecían de respuesta racional posible.
La «esperanza» teologal
Cuando la «esperanza» —como la de Abraham o de María— es sobrenatural se funda en el poder, la promesa y la fidelidad de Dios, permanentemente presente junto a los hombres: yo estoy con vosotros hasta la consumación de mi obra. Por eso en la base de nuestra liturgia nos acogemos a un Dios «omnipotente» y «eterno»: Omnipotens sempiterne Deus.
«Las esperanzas de la Iglesia»
La estructura ontológica que hemos pretendido sugerir en esta nota reaparece claramente en las «esperanzas de la Iglesia» y, si se quiere, en «las esperanzas de Juan XXIII». Recordamos la argumentación que se desarrolla, por ejemplo, en su alocución en la inauguración del Concilio.
Una tradición de veinte concilios celebrados en las circunstancias más adversas a la libertad de la Iglesia se sigue ahora en el presente concilio. Ellos han servido para actualizar cada vez, de manera solemne, la conciencia de la fuerza que la Iglesia encuentra en el «Brazo de Dios que la sostiene, como el Esposo a la Esposa». Confía en la Providencia del Padre, que abre caminos imprevisibles. ¿No vemos cómo los acontecimientos y las obras de los hombres (y bien a menudo sin que se lo hayan propuesto o lo esperen) revierten en bien de la Iglesia? ¿Quién hubiera podido prever que la propia malicia del laicismo y del materialismo contemporáneos daría a la Iglesia una libertad de movimientos que la protección civil le había, otras veces, impedido?
Hoy ya no es concebible un «veto» como el que, todavía, en el cónclave que elegiría a Pío X, puso Austria al cardenal Rampolla.
Por eso la Iglesia marcha con confianza hacia el futuro; el «pequeño rebaño» no teme. Y su esperanza no es vaga sino concreta: el Papa afirma que «la Iglesia hará que el hombre, las familias y los pueblos dirijan efectivamente su espíritu a lo celestial». Es la esperanza del Reino de aquel a quien el Padre ha sometido toda criatura.











