El pasado lunes de Pascua, 21 de abril, Jorge Mario Bergoglio, el obispo de Roma, sucesor de san Pedro, el papa Francisco, el Sumo Pontífice, el Santo Padre, el Vicario de Cristo, el Pastor de toda la Iglesia, el «dulce Cristo en la tierra», ha fallecido. La Santa Madre Iglesia, siente la orfandad, ante la muerte de su Padre y pastor, recuerda como insistentemente pedía que se rezase por él y, cumpliendo esta repetida petición, llama a todos sus hijos a la oración, para que la Virgen Santísima, a la que tan frecuentemente acudía, interceda por él ante su Hijo, para que lo acoja amorosamente en su seno y pueda gozar de la compañía de los santos, de un modo especial de san José y de santa Teresa del Niño Jesús, de los que había dado tantas muestras de gran devoción.
La muerte de un papa es una llamada a la oración y también a la reflexión. A la oración por el alma del papa fallecido, cumpliendo un deber de caridad. También por toda la Iglesia, de un modo especial por los cardenales, en su condición de electores del nuevo papa, para que sean dóciles al Espíritu Santo y elijan, para ser el nuevo sucesor de Pedro, al que la Iglesia y el mundo necesitan en las actuales y difíciles circunstancias. En una Iglesia con tantas manifestaciones de división, el Papa, como recuerda oportunamente el Catecismo «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles» (LG 23). «El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad» (LG 22; cf. CD 2. 9). (CEC, 882).Potestad que ejerce junto con los obispos, como sucesores de los apóstoles, para enseñar, lo que la Iglesia cree y profesa, santificar con su ministerio sacerdotal y gobernar, tarea siempre delicada y especialmente difícil en nuestros tiempos. Sin olvidar nunca que la Iglesia es santa por ser la esposa «que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» (LG, 64). «Guiada por el Espíritu Santo y movida por el poder que de él recibe, la Iglesia no puede separarse de su Esposo. No puede caer en la infidelidad» (Juan Pablo II 8/1/1992)
Es también, como dijimos, una llamada a la reflexión. Hoy la realidad casi siempre es superada por la noticia. La muerte de un papa es una ocasión excepcional para la noticia, que abarca el pasado, el presente y el futuro. Sobre el pasado, se multiplican los juicios favorables o peyorativos, sobre la persona del Papa fallecido y su labor apostólica, aunque casi siempre inducidos por el interés periodístico, se juzga con criterios más políticos que eclesiales, se atribuye el sello de «papable» a los cardenales seleccionados según criterios variopintos, como si de este modo se pudiese influir en el cónclave, dirigiendo el juicio de los cardenales electores e incluso la inspiración del Espíritu Santo. Y finalmente se anuncia como deberá ser el próximo papa para que dé continuidad a la «apertura» iniciada por el anterior, o por el contrario señalar que la labor del nuevo Vicario de Cristo será revertir todo lo que se ha hecho en estos últimos doce años.
El padre Orlandis, repetía que el principal mal del mundo actual era el naturalismo. Había invadido todos los ámbitos de nuestra sociedad, la cultura, el pensamiento, la política, la vida familiar y lo que es mucho más grave, también muchos ambientes del nuestra Iglesia. Por ello lanzaba una consigna urgente: «sobrenaturalizarlo todo», y añadía con mucho énfasis: «incluso el Romano Pontífice». Cuando se contempla lo que ha significado el pontificado del papa Francisco, nuestra mirada tiene que estar centrada en aquellas enseñanzas tan providenciales para nuestro mundo y que el papa Francisco, a través de muchos gestos, ha querido expresar nos dan las claves para comprender su tarea evangelizadora. En primer lugar su testamento magisterial: la encíclica Dilexit nos sobre el Sagrado Corazón de Jesús, que como Él mismo afirma en esta encíclica: «Lo expresado en este documento nos permite descubrir lo escrito en las encíclicas sociales» (Dilexit nos 217). Su amor a la Virgen, quiso ser enterrado en una basílica mariana, donde repetidamente había acudido a rezar, su profunda devoción a santa Teresita tantas veces manifestada, y enseñada expresamente en su exhortación apostólica: C’est la confiance. Su amor entrañable a san José, presente simbólicamente en su escudo pontifical, y con la decisión litúrgica de introducir su mención en los distintos cánones de la misa, la declaración de un año josefino y la publicación de una carta apostólica sobre san José. Se podrían añadir muchísimas más enseñanzas y gestos, el lector encontrará una selección temática en las páginas de este número.
Nuestro propósito con todo ello ha sido muy modesto, pero nos parece muy importante; ayudar a contemplar sobrenaturalmente el pontificado de Francisco, y de este modo cooperar a que crezca en la Iglesia el amor al Vicario de Cristo, hoy menos presente en muchos ambientes eclesiales.