En junio de 1948, hace 75 años, la revista Cristiandad recordaba las dos prácticas esenciales de la devoción al Corazón de Jesús: la reparación y la consagración. «La consagración, afirmaba el editorial, es el reconocimiento y proclamación del imperio absoluto de Cristo sobre individuos, familias y naciones… nos invita a levantar esperanzados la mirada y a contemplar los primeros albores de “aquel día dichosísimo en que todos los pueblos, gustosamente y de buena voluntad, se someterán al imperio
suavísimo de Cristo Rey”».
«La reparación, es la remoción del más profundo obstáculo que se opone a la implantación de este imperio: el amor al pecado, la indiferencia ante el pecado, la familiaridad con el pecado… nos asocia a sus humillaciones y está especialmente reservada a la festividad del Sagrado Corazón».
Estas dos prácticas, recomendadas de manera insistente por los papas, encuentran su origen en las palabras del mismo Cristo a santa Margarita, «Yo reinaré a pesar de mis enemigos y de cuantos se opongan a ello», y en la llamada cuarta revelación, en la que el Señor, descubriéndole su corazón le dijo: «He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres y que no ha ahorrado nada hasta el extremo de agotarse y consumirse para testimoniarles su amor… Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fi esta especial para honrar a mi Corazón, y que se comulgue dicho día para pedirle perdón y reparar los ultrajes por él recibidos durante el tiempo que ha permanecido expuesto en los altares…».
El artículo que recogemos nos recuerda aquello que sintetizaba el padre Enrique Ramière, S.J: «La devoción al Sagrado Corazón… es el supremo antídoto contra la peste revolucionaria, el remedio más eficaz a los males de las sociedades modernas, la salud del mundo y la garantía del triunfo de la Iglesia».
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No queremos que éste reine sobre nosotros la evolución de las ideas registrada a lo largo de la centuria decimonona nos señala el progresivo desenvolvimiento, la penetración cada vez más profunda en la sociedad, de los principios sustentados por el llamado naturalismo. El culto rendido a la diosa razón en la Revolución francesa no fue un mero capricho de la exaltación revolucionaria, sino la formulación del fi n último del naturalismo y la entronización del ídolo que se levantaba hasta el altar del que se había arrojado a Jesucristo…
[…] En la encíclica Quanta cura, Pío IX, al condenarlo, nos indicaba lo que el naturalismo enseña: «..que el ser de la vida pública y el mismo progreso civil requieren que la sociedad humana se constituya y gobierne sin preocuparse para nada de la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las falsas religiones».
[…] Por ello señala León XIII en la Libertas, como lo esencial de todo el naturalismo, la implantación «de la soberanía de la razón humana, que negando a la divina y eterna la obediencia debida y declarándose a sí misma sui juris se hace sumo principio y fuente y juez de la verdad»; y como su fin último, en la Immortale Dei, el «arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre, postergada la de Dios».
[…] Escribía en 1862 el famoso cardenal Pie, obispo de Poitiers, verdadera columna de la Iglesia de Francia en el pasado siglo, al entonces ministro francés del Interior, conde de Persigny, lo siguiente: «¿Hacia qué fin tiende abiertamente el mundo nuevo, sino hacia una completa secularización, lo que quiere decir, en el lenguaje de hoy día, hacia la ruptura absoluta entre la sociedad laica y el principio cristiano? La independencia de las instituciones humanas con relación a la doctrina revelada es
preconizada como la gran conquista y el hecho culminante de la vida moderna».
[…] Al alborear del siglo XX, en la misma encíclica Annum Sacrum sobre la consagración del mundo entero al Sagrado Corazón de Jesús… se duele el papa León XIII de los frutos que se seguían de aquella política liberal y naturalista que arrancaba la fe a la sociedad y sumía a las colectividades en las tinieblas y en la confusión que siguen al vacío de Dios: «… En las constituciones y gobierno
de los pueblos para nada se tiene en cuenta la autoridad del derecho sagrado divino, con el marcado propósito de que ninguna infl uencia ejerza la religión en la vida común y social.
Lo cual casi es tanto como arrancar de raíz la fe de Cristo y desterrar del mundo, si posible fuese, al mismo Dios.»
Los propios católicos son alcanzados por este confusionismo… Lo mismo que una sociedad cristiana
vuelve a los hombres cristianos, una sociedad laica mata o deforma la fe.
Y si ese Estado laico mantiene su infl uencia a lo largo de lustros y decenios, y no en un país, sino en todos o casi todos, entonces su influencia se hace enorme y su penetración es tal que arruina y ahoga todo brote de vida cristiana. Entonces se da el triste hecho de que generaciones enteras nazcan y vivan en un medio en que el derecho cristiano está cercenado en sus más efi caces instituciones, de que desconozcan una Iglesia en la plenitud de su acción maternal, y tomen tal estado de cosas por un
estado normal y de deber ser…
[…] El cardenal Pie ha evidenciado… lo falso y capcioso de esa afi rmación que quiere recluir la religión en la esfera privada y que niega deba tener existencia en la social… «Si Jesucristo, que nos ha iluminado cuando estábamos sentados en las tinieblas y en las sombras de la muerte y que ha dado al mundo el tesoro de la verdad y de la gracia, no ha enriquecido el mundo, incluso el social y político,
con bienes mejores que aquellos que poseía en el seno del paganismo, es que la obra de Jesucristo no es una obra divina. Hay más: si el Evangelio, que da la salud a los hombres, es impotente para procurar el verdadero progreso de los pueblos; si la luz revelada, útil para los individuos, es perjudicial para las sociedades; si el cetro de Cristo, dulce y benefi cioso para las almas, incluso para las familias, es malo e inaceptable para las ciudades y los imperios: en otros términos, si Jesucristo, a quien los profetas han prometido y a quien el Padre ha dado las naciones en herencia, no puede ejercer su poder sobre ellas, sino en su detrimento y para su desgracia temporal; entonces será necesario concluir que Jesucristo no
es Dios.»
… los que defi enden al Estado laico … quieren que no tenga el cristianismo entrada en las instituciones y en el poder, por eso invocan ya el indiferentismo del Estado en materia religiosa, ya la igualdad de todas las religiones ante él, porque aseguran la descristianización. Pero ese indiferentismo signifi ca un grave atentado a la verdad de la religión católica y entraña una grave responsabilidad para el Estado que lo acepta. Así se lo recordaba en cierta ocasión Dom Guéranger a Montalambert: «Un país católico que incluye la libertad de cultos en su constitución apostata políticamente. Ha cesado de creer y se hace responsable de todas las apostasías privadas que seguirán.»
León XIII lo ha dicho enérgicamente en la encíclica Immortale Dei: «El Estado no puede, sin delito, organizarse como si Dios no existiese.»
«Es preciso que Cristo reine, venga a nos el tu Reino»
No sólo no puede organizarse la sociedad sin delito olvidando a Dios, sino que tampoco puede hacerlo impunemente. […] Este es el estado del mundo presente, hasta tal extremo que se ha podido decir que «Jesucristo, en las naciones modernas, es oficialmente el gran ausente, cuando no el gran proscrito. Parece que basta llevar en la frente su signo y en el corazón su amor, para ser declarado fuera de la
ley.»
Mas aquí está precisamente el principio de la salvación para esa sociedad… El mundo actual ha recibido ya su emblema de salvación: «el Corazón Sacratísimo de Jesús, coronado por la Cruz y refulgente entre llamas de purísimo resplandor. En él hay que poner la esperanza; de él hay que impetrar y esperar la salvación» (Annum Sacrum, León XIII).
Este corazón, consumido de amor, es el que en Paray-le-Monial ha lanzado su mensaje de esperanza. El Corazón de Jesús, reinando sobre los corazones, llenará este mundo hostil de calor y de luz, y moverá las almas…, a hacer reinar, a hacer que sea públicamente adorado el que fue públicamente rechazado y negado. Todos los aspectos de la vida deben ser sobrenaturalizados por medio de la dedicación al Sagrado Corazón… El naturalismo quiso poner al hombre en el lugar de Dios, y la
sobrenaturalización de todo por el amor divino será el conseguir que Dios no esté ausente en ningún momento de nuestra vida, proclamar abiertamente y mostrar a la luz todos los vínculos que nos atan amorosamente al Criador.
«La revolución es la repudiación completa de Jesucristo –escribe el padre Ramière, gran teólogo y apóstol del Sagrado Corazón–, la completa separación entre la humanidad y su divino Jefe, la rebelión declarada de la tierra contra el Cielo.»
»La devoción al Corazón de Jesús es la perfecta unión de los hombres con el Dios-Hombre, el vínculo más estrecho que pueda ligar la tierra con el Cielo, los miembros a su Cabeza, las almas y las sociedades a su único Salvador. Ella es en consecuencia, bajo todas sus formas, el supremo antídoto contra la peste revolucionaria, el remedio más efi caz a los males de las sociedades modernas, la salud del mundo y la garantía del triunfo de la Iglesia.»
El hacer reinar al Sagrado Corazón de Jesús es alcanzar de un sólo golpe tres elevados objetivos: herir
de muerte al naturalismo por la sobrenaturalización de la sociedad; por consecuencia, salvar al mundo
y salvarnos a nosotros mismos de un camino de ruinas y de confusión; y, en fi n, reparar a Jesucristo de todas las apostasías públicas y privadas, rindiéndole el culto que le es debido y manifestándole nuestra voluntad de que reine efectivamente en los hombres y las naciones.