¿Quién no ha oído decir alguna vez esta afirmación? «La religión ha sido la mayor causante de guerras a lo largo de la historia de la humanidad». Para analizar la veracidad o falsedad de dicha afirmación en el año 2004 se publicó la contundente Encyclopedia of Wars en la que trata de ofrecer la lista completa de las guerras que conoce la humanidad: 1763. De ellas, 123 se consideran de naturaleza religiosa (menos de un 7 %). Si a estas se quitan las que provienen del mundo musulmán la proporción disminuye al 3,2 %. E incluso estas son dudosas en que el origen sea religioso.
Próximos a nosotros encontramos la segunda guerra mundial, con una estimación entre 50 y 60 millones de muertos, llegando incluso hasta los 80 millones si incluimos aquellas personas que fallecieron por causas derivadas de la guerra. Esta guerra, así como las que actualmente están teniendo lugar en tanto lugares del mundo, muchas de ellas silenciadas por los grandes medios de comunicación en tanto no afectan al bienestar económico de nuestro mal llamado primer mundo, no tienen como causa la religión, sino el pecado del hombre.
Fue el sagaz Chesterton quien afirmaba: «Quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Como ejemplo del comportamiento antinatural de las personas que tras eliminar a Dios de sus vidas se dejaron llevar por la ideología del nazismo, recogemos este artículo publicado en diciembre de 1947 en la revista Cristiandad. En él, uno de los compañeros del padre Kolbe en el campo de concentración de Auschwitz, narra el testimonio directo de sus últimos días. En un ambiente en el que Dios había sido rechazado, san Maximiliano Kolbe, el gran enamorado de la Virgen, el caballero de la Inmaculada, fue para sus compañeros de celda, testigo del amor de Dios. La paz y no la guerra es lo que trae la verdadera religión. Como decía el papa Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia (2005), «los grandes revolucionarios de la historia son los santos», aquellos que fielmente reflejan el amor de Cristo por los hombres.
El Caballero de la Inmaculada (Trad. Por Piotr Kmita)
A aquellos lectores de Cristiandad que leyeron en el número del 15-XII-1946 el artículo de este mismo título y se interesaron por la heroica figura del catolicismo polaco padre Kolbe, les ofrecemos hoy nuevas precisiones sobre su muerte, de que entonces carecíamos, facilitadas por testigos inmediatos. El valor documental de los mismos resulta aumentado, si cabe, por la ausencia de intención literaria. La versión es rigurosamente literal. Uno de los compañeros del padre Kolbe en el campo de concentración de Oswiecim (Auschwitz), Conrado Szwueda, escribe en sus recuerdos lo que sigue:
«El 28 de mayo de 1941 por la noche, llegó de Varsovia un transporte de más o menos cien personas. Entre los quince sacerdotes se hallaba el padre Kolbe. Pasados tres días, el comandante Fritsch entró en la barraca de los recién llegados y gritó: “Pfaffen raus” (fuera los frailes). Todos los sacerdotes fueron mandados al comando “Babice”, cuyo jefe era el “sanguinario” Krott, criminal que batía récords en el exterminio de los prisioneros.
»El trabajo consistía en secar pantanos. Los dirigentes perseguían a los infelices sin cesar con golpes y latigazos, sobre todo a los sacerdotes. Este viacrucis duró tres semanas. Muy a menudo, al ver al padre Kolbe todo sangriento y casi desmayado, sus compañeros querían ayudarle. El padre contestaba: “No os expongáis, pues vosotros también lo pagaréis; la Inmaculada me ayuda, ya me saldré de ello”. El último día fue el más terrible. El “jefe sanguinario” lo escogió como víctima. Le cargaba pesados palos y cuando el padre Kolbe, no pudiendo aguantar más, caía, le pisoteaba con sus botas y le golpeaba despiadadamente. Durante el descanso del mediodía escogió uno de sus más fuertes esbirros para dar al padre Kolbe cincuenta latigazos; después le echó en el lodo y le cubrió con un montón de ramas. Extenuado, el padre no pudo volver este día por sus propias fuerzas. Sus compañeros le llevaron en sus brazos y al día siguiente pasó al hospital. Asombraba al médico y a los enfermos por su heroica actitud delante del sufrimiento. Siempre sereno, lo aguantaba todo con una paciencia indomable. Le asignaron diez, bajo escolta, se dirige al calabozo de muerte por hambre.
»Escuchemos ahora lo que dice otro testigo, Bruno Borgowíec, también prisionero del campo de Oswiecim, que servía de intérprete: “En el mes de julio del 41 llevaron al calabozo de muerte por hambre a diez prisioneros de la barraca 14. Les mandaron primero desnudarse completamente y acto seguido les empujaron en el calabozo donde había ya 20 hambrientos de la huida anterior. Todos los recién llegados fueron reunidos en una celda. Al cerrar la puerta uno de los S. S. dijo riendo: “Os secaréis como tulipanes”. Desde este día los desdichados no recibieron nada para comer. Día por día los guardianes sacaban cadáveres. Yo asistía por fuerza a estas visitas…
»En la celda donde se hallaban los infelices día y noche se oían cantos y oraciones. Desde las vecinas los otros condenados contestaban al rosario. Me aprovechaba de cada ausencia de los S. S. para entrar en el calabozo y consolar a mis camaradas. Las oraciones y cánticos a la Virgen Santísima resonaban por todos lados, me sentía como en una iglesia. El padre Kolbe dirigía las oraciones, los condenados contestaban a coro. A veces estaban tan absorbidos en la oración que ni notaban a los S. S. que entraban para la inspección. Tan sólo gritos y maldiciones les despertaban y hacían callar. Pasaban los días. Al abrir la puerta, tal o cual se arrastraba suplicando por un pedazo de pan, una gota de agua. Por toda respuesta recibía un puntapié en pleno vientre que habitualmente acababa con él.
»El padre Kolbe se mantenía firme e intrépido, no pedía nada, no se quejaba nunca, animaba a todos. Estaban ya tan débiles que rezaban cuchicheando. A cada inspección se veía al padre Kolbe de pie o de rodillas en medio de los demás echados por el suelo, con mirada serena y la cara como irradiada de luz. Aun los S. S. quedaban asombrados y decían en voz baja al salir: “Nunca hemos visto nada semejante”.
»Así pasaron dos semanas. Entretanto morían uno tras otro. Pasadas tres semanas quedaban tan sólo cuatro, entre ellos el padre Kolbe. Para las autoridades esto duraba ya demasiado. Necesitaban la celda para otras víctimas. Un día entró el dirigente de la enfermería, excriminal llamado Bock, que dio a todos los supervivientes una inyección de carbol en la vena del brazo izquierdo. El padre Kolbe presentó su brazo al verdugo con la oración en los labios. Salí, ya no pudiendo aguantar más. Cuando se alejaron los S. S. con el verdugo, volví a la celda. Encontré al padre Kolbe sentado con la cabeza apoyada en la pared, los ojos abiertos y la mirada extática. De csu cara macilenta emanaba una luz.