El Concilio de Roma de 340, solicitado por los obispos que no aceptaban Nicea, y convocado por el papa Julio I, absolvió a Atanasio y a todos los obispos expulsados por los arrianos de cualquier acusación. Tras este concilio, los obispos orientales consideraron que la condenación de Atanasio por el concilio de Tiro establecía que «si un obispo condenado en un concilio se hubiese atrevido a ejercer de nuevo su ministerio, de ningún modo le será lícito esperar una posterior restitución en un concilio posterior, y deben considerarse como segregados de la Iglesia». Como que el papa Julio no les dio la razón en el caso de Atanasio, se produjo el primer cisma de Oriente.
En Antioquía, en concilio reunido por los antinicenos en 341, se ratificó la legitimidad de la rehabilitación de Arrio, aunque según la táctica semiarriana se afirmaba que éste había evolucionado en su doctrina hasta coincidir con la ortodoxia. Los obispos reunidos en aquel concilio adoptaron, con diversos pretextos, como expresión de su fe cuatro fórmulas distintas que admitían tal vez una recta interpretación, pero omitían intencionadamente el término homousios y dejaban sin precisar los más graves puntos de divergencia entre la fe definida en Nicea y la herejía arriana. El Concilio de Antioquía establecía así un cisma gravísimo entre la mayoría del episcopado oriental de una parte, y el de Occidente y Egipto de otra. A diferencia de Oriente, donde Constancio era favorable al arrianismo, en Occidente, su hermano Constante (340-350) era favorable a la fe nicena.
Durante su exilio en Roma, Atanasio se dedicó a predicar y expandir la idea de la vida cenobítica tal y como él la había visto practicar en los desiertos de Egipto. A principios del año 343 encontramos a Atanasio en la Galia, a donde había ido para consultar a Osio de Córdoba, el gran paladín de la ortodoxia en Occidente, mientras Constancio convoca un concilio en Sárdica (Sofía, Bulgaria). Sin embargo, no pudieron llegar a celebrarse reuniones conjuntas para restablecer la unión de prelados de Oriente y Occidente. El emperador Constante lo convocó de nuevo en 345, en Milán, para completar un nuevo plan de unión de las Iglesias oriental y occidental.
Ursacio y Valente, antinicenos convencidos, solicitan ser readmitidos en la comunión de la Iglesia y retractarse de sus condenas al Papa y a Atanasio, pero esto era solo una táctica. Los orientales, recusando la sentencia del papa Julio, y considerando vigente la condenación de Atanasio y de Marcelo de Ancira, decretada en Tiro y Antioquía, se negaban a aceptar la comunión con Atanasio. Reunidos los antinicenos en Filopópolis (Plovdiv, Bulgaria), ratificaron sus actitudes y declararon rota su comunión con los atanasianos y con el papa Julio. Se confirma el Cisma de Oriente.
La persecución contra el partido ortodoxo brotó con renovado vigor, y se indujo a Constancio a preparar medidas drásticas contra Atanasio y los sacerdotes que le eran fieles. Las iglesias de Egipto pasaron a manos de los semiarrianos. Atanasio, exiliado y amenazado de muerte, se retiró a Naisus, (Nish, Serbia) era el año 344. Sin embargo, Atanasio no se olvidaba de sus fieles y desde lejos los guiaba y consolaba y les escribió esta preciosa carta:
«¡Que Dios os consuele!… lo que tanto os entristece es que los enemigos han ocupado con violencia vuestros templos, en tanto que vosotros, en todo este tiempo, os encontráis afuera. Es un hecho que ellos tienen los edificios, los templos, pero, en cambio, vosotros tenéis la fe apostólica. Ellos han podido quedarse en vuestros templos, pero están fuera de la fe verdadera. Vosotros tenéis que permanecer fuera de los lugares de culto, pero permanecéis, en cambio, dentro de la fe. Reflexionemos, ¿qué es más importante, el lugar o la fe? Evidentemente la fe. En esta lucha, ¿Quién ha perdido?, ¿quién ha ganado, el que ha guardado el lugar o el que ha guardado la fe? El lugar, es verdad, es bueno, pero cuando se predica en él la fe apostólica; es santo, si todo lo que sucede y pasa en él es santo. Sois vosotros afortunados porque permanecéis en la Iglesia por vuestra fe, que ha llegado a vosotros por la Tradición apostólica y si, sometidos a la presión, un celo execrable ha pretendido quebrantar vuestra fe, esa presión no ha tenido éxito. Son ellos los que se han separado, en la crisis presente de la Iglesia. Nadie prevalecerá jamás contra vuestra fe, hermanos carísimos. Y nosotros sabemos que Dios nos devolverá un día nuestros templos. Así pues, mientras más se empeñen en quitarnos nuestros lugares de culto, más se separarán de la Iglesia. Pretenden representar a la Iglesia, cuando en realidad ellos se han expulsado a sí mismos de ella y se han extraviado.
Los católicos que se mantienen fieles a la Tradición, aún si se reducen a un manojo, son verdadera Iglesia de Jesucristo». Atanasio, vuestro obispo.
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