La santidad de la Iglesia se manifiesta especialmente en aquella legión de hombres y mujeres elevados a los altares a lo largo de todos los siglos y que, durante el pontificado del papa Francisco, ascienden ya a más de 1.900 santos y beatos.
La última en recibir este reconocimiento ha sido una joven eslovaca, Anna Kolesárová, quien con tan solo 16 años se enfrentó al dilema trágico de optar por la vida o la muerte. La vida significaba ceder ante los instintos brutales de un soldado del ejército soviético y traicionar su propia conciencia; la muerte, en cambio, la llevó al abrazo de Dios, a quien había aprendido a amar por encima de todo. Fue asesinada a puñaladas la noche del miércoles 22 de noviembre de 1944 ante los ojos de su padre. Fue asesinada por su resistencia y firmeza en la defensa de su integridad física y la virtud de la castidad.
Sin embargo, como remarcó el cardenal Beccio, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, el pasado 1 de septiembre en la ceremonia de beatificación, «ni los héroes, y menos aún los santos, se improvisan». Anna Kolesárová llegó preparada para el martirio gracias a su robusta vida espiritual, nutrida por la oración diaria y la asistencia a los sacramentos. Su fe la hizo fuerte y valiente para aceptar el martirio sin dudarlo. La Iglesia en Eslovaquia puede estar orgullosa de su hija, que hoy la Iglesia propone como modelo de vida para los creyentes, especialmente los jóvenes, para redescubrir la belleza del amor auténtico, así como el valor de la pureza. La beatificación de Anna Kolesárová reafirma el valor de la castidad como ideal de vida, que si es vivido como una gozosa entrega a Dios y a los hermanos ejerce todavía «un encanto irresistible y prometedor».
La joven Anna Kolesárová no es la única en la historia de la Iglesia que se eleva al honor de los altares por haber defendido su virginidad con el martirio. El pensamiento va espontáneamente a santa María Goretti (1902) o a santa Inés (304) pero también podríamos recordar, más recientemente, a la beata brasileña Albertina Berkenbrock (1931) y las italianas Antonia Mesina (1935) y Pierina Morosini (1957) o a la también italiana sierva de Dios Santa Scorese (1991).
Con esta beatificación, la Iglesia proclama que la pureza todavía conserva su encanto. Anna no tuvo miedo a dar su vida a Jesús, para defender el tesoro precioso de la castidad. Había encontrado un tesoro y para comprarlo vendió todo lo que tenía: su propia vida. Y al dejarse matar, en vez de traicionar el amor verdadero, llevó a cumplimiento las palabras pronunciadas por Cristo en el monte de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
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