No es una regla escrita, pero los últimos meses de cada presidente de los Estados Unidos han sido desde hace siglos periodos en los que no se lanzaban nuevas iniciativas. Es lo que se conoce como el presidente «lame duck», pato cojo, especialmente una vez ya ha sido elegido un nuevo presidente que aún no ha tomado posesión de su cargo (las elecciones son siempre a principios de noviembre, mientras que la jura es a finales de enero). Es esta la norma no escrita, el comportamiento señorial y sensato a un tiempo (no es sólo una cuestión de caballerosidad, es que no tiene mucho sentido lanzar iniciativas que en pocas semanas el nuevo presidente va a desechar), que con una actitud sin precedentes está violando Barack Obama.
Uno de los presidentes más endiosados que se recuerden, es éste un modo de exteriorizar la monumental rabieta de quien no ha digerido que los norteamericanos hayan dado la espalda a su legado, algo que para él y para su camarilla progresista es sencillamente inconcebible. Sus declaraciones en el sentido de que él sí hubiera derrotado a Trump no sólo suponen un desprecio hacia su antigua colaboradora, Hillary Clinton, sino que dejan en evidencia el gigantesco narcisismo adolescente de quien ha sido sistemáticamente halagado por los poderosos de la Tierra.
Entre las decisiones de última hora de Obama se encuentra la expulsión de 35 diplomáticos rusos, acusados de haber trabajado para influenciar las elecciones estadounidenses. El presidente ruso, Vladimir Putin, no ha caído en la provocación y ha anunciado que no tomará represalias… consciente de que a partir de febrero será otro el inquilino de la Casa Blanca.
Mayores heridas deja el rechazo de los Estados Unidos a ejercer su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, lo que ha supuesto la aprobación de una resolución de condena hacia Israel y su política de asentamientos en los territorios ganados durante la Guerra de los Seis Días. Algo que no sucedía desde 1979, en tiempos de Jimmy Carter. No es la primera vez que Obama se distancia de Israel, ni tampoco es nada nuevo la profunda animadversión que Obama y Netanyahu sienten el uno hacia el otro. En esta ocasión, el premier israelí calificó la resolución de la ONU como «sesgada y vergonzosa». Para empeorarlo todo aún más, el secretario de estado norteamericano John Kerry, que colecciona fracaso tras fracaso, se despachó en un discurso afirmando que Israel tiene que elegir entre ser un estado judío o un estado democrático, una afirmación que va directa al fundamento del Estado de Israel y al del mismo sionismo, que sostiene que es posible la existencia de un estado judío homologable a los otros estados que existen en el mundo.
En cualquier caso, a partir del 20 de enero de 2017 será la administración Trump la que dirigirá la diplomacia estadounidense y hasta el momento lo que ha anunciado está en las antípodas de la política de Obama. La propuesta de trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén sería, si finalmente se produce, un cambio de primera magnitud e importantes repercusiones.
Mientras esperamos acontecimientos, lo que no parece probable es que se normalice la situación que se vive en los territorios ganados por Israel durante la Guerra de los Seis Días (Judea y Samaria en terminología israelí, Cisjordania en terminología palestina). A cincuenta años de la guerra, en esos territorios viven tres millones de árabes junto a alrededor de 400.000 colonos israelíes. No obstante ser territorios controlados por el Estado de Israel, esta región no ha sido anexionada plenamente pues esto significaría conceder la ciudadanía israelí a millones de árabes que trastocarían los equilibrios en los que se basa la vida del Estado de Israel, permaneciendo como zonas extraterritoriales con un estatuto jurídico complejo. Además, la ley israelí establecía que no podía instalarse una nueva colonia judía en un área en la que pudieran demostrarse títulos legítimos de propiedad provenientes de la época de la administración jordana. Ahora, varios de los socios de Netanyahu están exigiendo una amnistía para todas las colonias que pudieran haberse construido vulnerando esta norma. Y por el momento ya han obtenido un primer voto favorable en la Knesset, el parlamento israelí, en un movimiento que, aquí también, podría provocar graves reacciones si se llega a aprobar definitivamente.