La alarma ante los bajísimos índices de fertilidad en buena parte del mundo es cada vez más generalizada. Lejos quedan los tiempos del neomaltusianismo y de las llamadas a controlar la natalidad para así, supuestamente, asegurar un futuro viable al mundo. Lo cierto es que décadas de natalidad por debajo del índice de reemplazo han sumido a muchos países en un invierno demográfico cuyas consecuencias son cada vez más evidentes, empezando por la insostenibilidad del sistema de pensiones.
Algunos países incluso están pasando a la acción: en Dinamarca se organizan concursos de viajes para aquellos que colaboren en el alza del índice de natalidad, en Italia se ha instaurado el «fertility day», destinado a recordar a las mujeres que su fertilidad está limitada en el tiempo y que, en caso de postergar el nacimiento de sus hijos pueden encontrarse en la desagradable situación de no conseguir un embarazo. El problema no es meramente europeo: en Corea del Sur el Ministerio de Salud ha limitado la hora de salida del trabajo para los funcionarios para que de este modo tengan más tiempo para procrear, en Taiwán la baja tasa de fertilidad ha sido calificada como una «amenaza de seguridad nacional» y en Turquía el presidente Erdogan pidió el año pasado a las mujeres que «no se focalizaran en ninguna otra carrera que en la carrera de ser madres».
Estos intentos, no es necesario ser un gran experto para preverlo, no han conseguido impactos reseñables hasta el momento en el alza de la tasa de fertilidad. De hecho, un estudio realizado por el profesor de Oxford Stuart Gietel-Basten, ha analizado la medidas pro-natalistas desplegadas en Singapur, consistentes en un importante paquete de ayudas económicas, como acceso preferente a viviendas de protección pública y deducciones fiscales, que se calculan en más de 100.000 euros durante los primeros trece años de vida del niño. El resultado de estas medidas ha sido prácticamente nulo y Singapur continúa en la cola mundial con una tasa de fertilidad de 0,79 hijos por mujer.
Gietel-Basten atribuye este fracaso a la incertidumbre económica, olvidando que si fuera por ésta la humanidad se habría extinguido hace siglos, si no milenios. Las ayudas a las familias son una cuestión de simple justicia que va más allá del mero análisis utilitarista. En cualquier caso, resulta obvio que una crisis de esta magnitud tiene causas más profundas, algo que ya intuía Oswald Spengler cuando escribía que si para tener un hijo se tienen que buscar motivos, lo más probable es que no se encuentren.
Mientras tanto, el nuevo gobierno polaco también ha encarado el hecho de que Polonia tiene una tasa de fertilidad bajísima, 1,32 hijos por mujer, un dato que amenaza el futuro del país. En el caso polaco, a las condiciones de vida difíciles para las familias a causa de la crisis económica se une la elevada emigración, principalmente protagonizada por jóvenes. El gobierno polaco, cumpliendo una de sus promesas electorales, acaba de lanzar el programa «Rodzina 500+ (Familia 500+)», que consiste en entregar a las familias quinientos slotys al mes por cada hijo, a partir del segundo, y hasta sus 18 años (esta cifra equivale a un poder de compra de unos quinientos euros en España). Y aunque el programa se lanzó el pasado mes de junio, la prensa informa de un alza en los embarazos respecto del periodo equivalente precedente, que habrá que ver si se confirma en el tiempo. Otro efecto ha sido el alza en la compra de electrodomésticos, así como el abandono por parte de un número significativo de mujeres de puestos de trabajo con salarios muy bajos, prefiriendo permanecer en sus hogares. Aunque es muy pronto para evaluar esta iniciativa, al menos el gobierno polaco ha cumplido con su palabra y trata de ayudar a las familias. Si éstas aún no están influidas por la mentalidad hedonista común en Europa es posible que reaccionen a las ayudas con un alza de la natalidad; en caso contrario, el futuro de Polonia estará tan oscuro como el nuestro.
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