En este Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia nos invita a contemplar la infinita misericordia que Dios ha tenido con los hombres a lo largo de toda la historia y de un modo especial en estos últimos tiempos de tanta miseria espiritual y también material. Esta exhortación es ante todo una invitación a vivir confiadamente en las manos de un Dios todo misericordia y es además una llamada a practicar la misericordia.
En nuestro vivir cotidiano parecen tener más urgencia las obras de misericordia corporales, sin embargo son las espirituales, como recuerda santo Tomás las que tienen primacía, ya que son las que atienden a la miseria causada por la falta de aquellos bienes que son más importantes para la vida del hombre. Nos lo recuerda el papa Francisco: «Dar limosna es un hábito laudable que siempre fue incentivado por la Santa Madre Iglesia. Dentro de la Iglesia florecieron como en un jardín exuberante las más diversas órdenes religiosas dedicadas a la asistencia material del prójimo, pero ¿alguna vez se consideraron dispensadas de la obligación de instruir en la verdadera doctrina a aquellos desventurados que yacen en las tinieblas del error?»
Dada la situación en que vivimos es aún más evidente que la mayor miseria que padecemos es la gran penuria espiritual en que está sumido nuestro mundo, por ello hemos querido dedicar el presente número a reflexionar sobre las tres obras de misericordia espirituales que recogen los distintos aspectos de la acción educativa: enseñar al que no sabe, corregir al que va errado, y dar buen consejo al que lo ha de menester. En su práctica se resume muy adecuadamente toda la acción del educador: alimentar el entendimiento, fortalecer la voluntad y ordenar los afectos. Inmersos en preocupaciones de carácter pedagógico-técnico, o inducidos por antropologías desorientadas se olvida, incluso en ambienteS católicos, que la educación es fundamentalmente una obra de misericordia. Sin embargo, considerada como tal obra de misericordia ha sido lo que ha movido a tantos santos fundadores de órdenes y congregaciones religiosas a tener como una de sus obras apostólicas más importantes o exclusivas la educación. Desde la primeras escuelas monásticas que nacieron junto a los grandes monasterios, pasando por las universidades medievales, hasta la multiplicación más moderna de las escuelas para niños y adolescentes, se constata esta profunda preocupación apostólica de la Iglesia por la enseñanza. Esta fecunda tarea educativa ha sido el ambiente en el que durante siglos la fe del pueblo cristiano se ha conservado y ha fructificado en vida cristiana lo iniciado en la vida familiar. Además se ha realizado una labor única: fraguar en su ámbito, en los distintos niveles educativos, una cultura cristiana que ha penetrado en toda la vida social. Sirvan estas páginas de recuerdo agradecido y llamada a perseverar fielmente en una labor tan necesaria y al mismo tiempo tan combatida por el laicismo imperante.
Una época martirial
LAS palabras del anciano Simeón dirigidas a María, la Madre de Jesús, que recoge san Lucas en su evangelio anunciando que aquel Niño será «signo de contradicción» han resonado a lo largo de la historia de la Iglesia de...