La idea de que se les debe permitir a los católicos casarse de nuevo y comulgar no comenzó con la carta firmada por el cardenal Kasper y los miembros del episcopado alemán en 1993. Fue otro episcopado, el inglés –pionero en experimentar la doctrina de la Iglesia hace ya casi quinientos años – cuando la pregunta no era si alguien católico puede casarse de nuevo, sino si el rey podía casarse otra vez; ya que su esposa, la reina, no le concibió un varón.
Así como hoy hay algunos que abogan para que reciban la comunión aquellos que han entrado en nueva unión civil, a los obispos ingleses les incomodó aceptar el divorcio y las nuevas uniones. En vez de ello, optaron por un arreglo especial dependiendo de la persona y la circunstancia, y se le concedió al rey Enrique viii la «anulación» de su matrimonio bajo una premisa fraudulenta y sin que Roma lo sancionara.
Si el heroísmo «no es algo que debemos esperar del cristiano común y corriente» como lo ha expresado el cardenal Walter Kasper, ciertamente no era de esperarlo tampoco del rey de Inglaterra. En vez de ello, fueron argumentos en base a su función –como cuestiones de satisfacción personal y del bienestar de la nación– lo que consiguieron su divorcio; y al rey de Inglaterra no se le puede molestar con pequeñeces y pedirle que no comulgue porque vive un matrimonio irregular.
El cardenal inglés Wolsey y los obispos del país –con excepción del obispo John Fisher de Rochester–apoyaron el intento del rey de anular su matrimonio legítimo. Así como Fisher, el canciller del rey, que era laico, Thomas More, se negó a apoyarlo. Ambos murieron mártires y años más tarde fueron canonizados.
«El matrimonio del rey y la reina que no lo separe ni Dios ni el hombre» dijo Fisher y manifestó públicamente su indisolubilidad, añadiendo que por este “principio” estaba dispuesto a dar su vida. Además afirmó que para san Juan Bautista fue una causa “no menos gloriosa” dar su vida por el matrimonio «a pesar de que entonces el matrimonio no tenía la connotación que tiene ahora que Cristo ha derramado su sangre por la Iglesia».
Tomás Moro, san Juan Bautista y Fisher, fueron decapitados. Hoy los llamamos «santos».
Durante el Sínodo de la Familia que se está llevando a cabo en Roma, algunos obispos alemanes y sus partidarios están presionando a la Iglesia para que permita a los divorciados y vueltos a casar el poder comulgar y recibir el cuerpo de Cristo, mientras que los demás obispos del mundo insisten en que la Iglesia no puede cambiar la enseñanza de Cristo. Ello nos cuestiona: ¿Creen los obispos alemanes que santo Tomás Moro y John Fisher sacrificaron sus vidas en vano?
Jesús demuestra en su enseñanza que el sacrificio y la virtud heroica son necesarios para seguirle. Cuando leemos el Nuevo Testamento con el corazón abierto, un corazón que no antepone al mundo y la historia al evangelio y la tradición, puede verse el coste de ser su discípulo; al que cada uno ha sido llamado. Les vendría bien a los obispos alemanes leer El precio de la gracia del mártir luterano Dietrich Bonhoeffer, ya que lo que ellos fomentan es una «gracia barata» en vez de la «gracia que se recibe a un alto precio», y hasta hacen caso nulo de las palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». (Mc 8, 34; Lc 14, 25-27; Jn 12, 24-26).
Pensemos por ejemplo, en la mujer adúltera que los fariseos llevaron a Jesús para tenderle una trampa, lo primero que hizo fue protegerla ante sus acusadores y lo segundo invitarla a dejar su pecado diciéndole «vete» y le mandó «en adelante, no peques más».
La Iglesia católica que sigue las palabras de Cristo mismo enseña que el divorcio y las nuevas uniones son sencillamente adulterio llamado de forma distinta y debido a que la comunión está reservada para el católico que vive en estado de gracia, aquellos que viven situaciones irregulares no pueden participar en ese aspecto de la Iglesia; no obstante, son bienvenidos en las parroquias y a la Eucaristía misma.
El pasado mes de mayo, el cardenal Kasper dijo en una entrevista al Commonweal que «no puedo decir si se vive en adulterio» cuando un cristiano divorciado y arrepentido se involucra en «relaciones sexuales» en nueva unión. En vez de ello, cree que «es posible la absolución».
Sin embargo, Cristo llamó claramente adulterio a casarse de nuevo y dijo que es pecado (Mt 5,32; Mc 10,12; Lc 16,18). En el caso de la samaritana (Juan 4,1-42), Jesús también confirmó que casarse otra vez no es válido, aunque existan sentimientos de sinceridad y fidelidad.
Si añadimos a la ecuación el gran porcentaje de fracasos de nuevas uniones subsecuentes al divorcio, nadie podría decirnos adónde nos llevaría la lógica del cardenal Kasper. Por ejemplo, ¿debería permitirse la comunión sacramental solamente a aquellos que entran en nueva unión por primera vez?, y ¿qué de los que se han casado una o dos veces? Obviamente los mismos argumentos que usamos para diluir las prohibiciones de la enseñanza de Cristo sobre el matrimonio también pueden aplicarse al uso de anticonceptivos y cualquier otro aspecto de la teología apostólica romana que el mundo moderno y egoísta considere «difícil».
El predecir hacia dónde nos llevaría todo esto no es cuestión de augurar el futuro, sino simplemente de mirar al pasado. Simplemente veamos a la Iglesia anglicana que abrió sus puertas –hasta acoger en su seno– al uso de anticonceptivos, que permite desde el siglo xx –durante más de una década hasta ahora–el divorcio y el volver a casarse en algunos casos.
El «plan B» de los obispos alemanes de ‘hacer las cosas a su manera’ en Alemania, aunque vaya en contra de la Iglesia misma, contiene las mismas fallas. Hasta «suena raro», como anglicano. Sólo piensen en las palabras que dijo aquel que está a la cabeza de la conferencia episcopal alemana, el cardenal Marx, a quien la revista National Catholic Register cita diciendo que la Iglesia de Alemania puede seguir en comunión con Roma en cuestión de doctrina pero que en términos del cuidado pastoral para casos individuales «el Sínodo no puede determinar en detalle lo que debemos hacer en Alemania». Ciertamente Enrique VIII estaría muy de acuerdo con ellos.
«No somos una subsidiaria de Roma» refuta el cardenal Marx. «Cada conferencia episcopal es responsable del cuidado pastoral de su propia cultura y debe proclamar el Evangelio de manera propia y única. No podemos esperar que el Sínodo dictamine algo, ya que debemos procurar el ministerio familiar y el matrimonio aquí y ahora».
También los anglicanos exigieron esa autonomía, a pesar de tener como resultados la división y falta de miembros de sus comunidades.
No puede negarse que la Iglesia debe ir en pos de los que están al margen de la fe y la misericordia, pero la misericordia siempre habla con la verdad, nunca dispensa el pecado y reconoce que la cruz está en el centro del Evangelio. Podemos recordar las palabras de san Juan Pablo II –que el papa Francisco citó en su canonización y lo llamó «el Papa de la familia», quien escribiera extensamente sobre la misericordia dedicando una encíclica al tema y estableciendo la fiesta a la Divina Misericordia. Para san Juan Pablo II la misericordia es un tema central para ser leído en el contexto de la verdad y a la luz de la Escritura, y no en contraposición a ella.
Sobre las nuevas uniones y otros temas podría decirse que la enseñanza de la Iglesia, que es lo que predicó Jesucristo, es sencilla. Pero Cristo mismo no cambió ninguna de sus enseñanzas para evitar que sus discípulos le abandonasen – ya fuere sobre la Eucaristía o el matrimonio (Jn 6, 60-71; Mt 19, 3-12). Tampoco John Fisher cambió su postura para que el rey siguiese siendo católico.
No tenemos que encontrar más ejemplos sino considerar las palabras de Cristo mismo y san Pedro en el capítulo 6 del Evangelio de Juan, versículos que nos recuerdan que la enseñanza de la Eucaristía es difícil de aceptar incluso para los creyentes.
«El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen». «Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre». Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él. Jesús dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna»…
Como sus discípulos, estamos llamados a oír la voz de Jesús antes que la del mundo, la cultura o la historia. La voz de Jesús disipa con su luz las tinieblas del mundo y las culturas. Oremos y pidamos que todos aquellos que están atentos a la voz del Padre escuchen las palabras de vida eternal ¡sin importar lo difícil que sea!
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