No hace tanto discutíamos sobre la pertinencia o no de la entrada de Turquía en la Unión Europea. Aquellos debates parecen ahora formar parte del pasado remoto. Turquía, bajo la égida de Recep Tayyip Erdogan, se aleja cada vez más del sueño laicista de Ataturk y aspira, también cada vez con mayor determinación, a recuperar el papel que el Imperio otomano desempeñó hasta su final hace ahora un siglo. La noticia del proyecto para construir la mezquita más grande de Europa en Bucarest con financiación del gobierno turco confirma la actualidad del mito otomano como catalizador ideológico de la Turquía contemporánea.
El Imperio otomano, inmerso en una lenta decadencia, llegó a su fin como consecuencia de la primera guerra mundial, pero había llegado a abarcar desde Bosnia hasta el actual Iraq y de Rumanía hasta Argelia, reclamando la dignidad de califato, esto es, de primera autoridad en el mundo islámico. De su hundimiento nacería la Turquía moderna de la mano inflexible de Mustafá Kemal Ataturk, empeñado en dejar atrás el legado islámico otomano y en convertir a su país en un estado moderno al estilo occidental. El siglo xxi ha asistido al declinar constante de la idea kemalista, reducida a unos cuantos barrios de Estambul, y al paralelo ascenso de un islamismo de formas suaves, que ha aprendido a usar un envoltorio democrático, pero que no renuncia a su objetivo de islamizar la sociedad. En esta estrategia, la extensión de la influencia turca en los antiguos territorios otomanos es clave.
En este marco debe situarse el proyecto de construcción de la nueva mezquita en la capital de Rumanía, una iniciativa que difícilmente puede justificarse por las necesidades de culto de la pequeña comunidad musulmana rumana, de unas setenta mil personas, sobre una población total de 21 millones de habitantes. De hecho, la nueva mezquita en realidad será un complejo de 11.000 metros cuadrados que incluirá una universidad para seis mil alumnos. Es la misma política neo-otomana que ha llevado a Turquía a alimentar al Estado Islámico en Siria e Irak con el objetivo de hacer caer a Bashar el Assad, que cuenta con el apoyo de la otra gran potencia regional, la chiíta Irán. Cuestión distinta es que la criatura les haya salido respondona e incluso muerda la mano de quien la había criado, algo que también podría suceder con la futura mega mezquita de Bucarest que, aunque no entre en los cálculos de Erdogan, bien podría convertirse en un centro de difusión salafista. La situación en Bosnia, adonde están regresando centenares de ex combatientes del Estado Islámico, constituye una seria alerta sobre las consecuencias que podría tener en el futuro la creciente presencia musulmana en Europa.
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