Sigo con el Libro de la vida. El fragmento elegido relata uno de los sucesos más conocidos de su biografía. Teresa, al contemplar la imagen de Cristo llagado y doliente se quedó tan conmovida que podemos señalar esa gracia como el momento inicial de su verdadera conversión. Los capítulos anteriores son el relato de su contienda interior entre una religiosidad formal de cumplimientos externos y juicios de opinión complacientes y una entrega en cuerpo y alma al Amor de los amores hasta dar la vida por Aquel que la dio por nosotros. No pensar mucho ni saber mucho, sino amar mucho.
No existen medias tintas, porque «a los tibios los arrojaré de mi boca». Diecinueve años de su vida religiosa habían transcurrido en este juego de deseos de bien, en un contexto en el que entrar en religión y alejarse del mundo era garantía de haber acertado en el camino seguro para el cielo. Como si la «negra honra», la mundanidad y hasta la sensualidad no estuvieran apegadas a nuestro natural humano. Con cuánto vigor advierte contra esta visión ingenua a los padres hasta el extremo de aconsejarles una boda sencilla para sus hijas antes que dejarlas en monasterio sin disciplina ni orientación.
Hablaba por experiencia. Dice en el capítulo 7.3 de La Vida: «Por esto me parece a mí me hizo harto daño no estar en monasterio encerrado; porque la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad (porque no debían más, que no se prometía clausura), para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mercedes suyas no me hubiera sacado de este peligro». Y en el capítulo décimo advierte: «Desasiéndonos del mundo y deudos y encerradas aquí con las condiciones que están dichas, ya parece lo tenemos todo hecho y que no hay que pelear con nada. ¡Oh, hermanas mías!, no os aseguréis ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa.»
Y en el libro Camino de perfección (10.5) con el gracejo que le caracterizaba advertía a sus hijas: «Ahora, pues, lo primero que hemos de procurar es quitar de nosotras el amor de este cuerpo, que somos algunas tan regaladas de nuestro natural, que no hay poco que hacer aquí, y tan amigas de nuestra salud, que es cosa para alabar a Dios la guerra que dan, a monjas en especial, y aun a los que no lo son. Mas algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a procurar no morirnos. Cada una lo procura como puede. Aquí, a la verdad, poco lugar hay de eso con la obra, mas no querría yo hubiese el deseo. Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo, y no a regalaros por Cristo».
Admirable es la liturgia de nuestra Iglesia con que nos administra los sacramentos y nos enseña a alabar a Dios en la Sagrada Eucaristía, la liturgia de las Horas o la oración personal; pero todo se quedaría en poca cosa si se redujera a ceremonia social o ritual sin espíritu. Sólo Dios basta. La consciencia de la presencia de Dios convierte en sublime cualquier signo religioso; pero qué caricatura deforme si se limita a visajes, movimientos de labios y reverencias a nadie, peor que un brindis al sol. Santa Teresa es actual porque sigue señalando que es Dios quien busca encontrarse con cada uno de nosotros, que nos espera pacientemente como al hijo pródigo, y que no desea otra cosa que comunicación y comunión personal, de corazón a corazón. Leyendo a santa Teresa se comprende que nuestro papa emérito Benedicto XVI, nos recordara que el cristianismo no se reduce a una moral, o a una doctrina, sino a un encuentro. Esto es lo que nos cuenta en este fragmento santa Teresa. Y tras este encuentro qué coherente se nos hace la moral y qué admirable la doctrina.
Acercarse a una humanidad que en gran parte ha rechazado esta herencia evangélica o que no ha tenido oportunidad de conocerla exige convertirnos en signos creíbles de Dios, presente en el acontecer de cada día, vinculado al misterio de la Cruz, donde la adversidad y el sufrimiento encuentran sentido, al mismo tiempo que gozosa alegría para saborear cada momento de nuestra cotidianidad. «Sólo Dios basta, la paciencia todo lo puede, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta».
«Trata por qué términos comenzó el Señor a despertar su alma y darla luz en tan grandes tinieblas y a fortalecer sus virtudes para no ofenderle.
1. Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle.
2. Era yo muy devota de la gloriosa Magdalena y muy muchas veces pensaba en su conversión, en especial cuando comulgaba, que como sabía estaba allí cierto el Señor dentro de mí, poníame a sus pies, pareciéndome no eran de desechar mis lágrimas. Y no sabía lo que decía, que harto hacía quien por sí me las consentía derramar, pues tan presto se me olvidaba aquel sentimiento. Y encomendábame a aquesta gloriosa santa para que me alcanzase perdón.
3. Mas esta postrera vez de esta imagen que digo, me parece me aprovechó más, porque estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces.» (Libro de la vida, capítulo 9)
«Vivo sin vivir en mí»
Ya toda me entregué y dí,
y de tal suerte he trocado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.
Cuando el dulce Cazador
me tiró y dejó herida,
en los brazos del amor
mi alma quedó rendida;
y, cobrando nueva vida,
de tal manera he trocado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.
Hirióme con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su Criador;
Ya yo no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.
Uno de sus poemas no tan conocido como el de «vivo sin vivir en mí» pero que nos ofrece claves de la vida de esta mujer es el que voy a comentar a continuación. Estamos ante una de sus poesías de tipo tradicional que tanto gustaban a la santa y que se convirtieron en creación habitual en los monasterios de descalzas hasta bien entrado el siglo xvii y que se han estudiado y recogido en investigaciones universitarias durante el siglo xx. Santa Teresa no tiene el don poético de an Juan de la Cruz, pero al menos en media docena de entre las composiciones que no se duda de que son suyas y no atribuciones, expresa certeramente sus vivencias místicas con enorme vigor y precisión, con razón valoradas, queridas y apreciadas por los devotos de la Santa.
Ninguna de ellas tiene una inspiración original. Son conversión a lo divino de poemas profanos. Para una persona religiosa, todo aprovecha si le sirve para dar a conocer a quien tanto ama. Pero, ya lo creo que son originales porque expresan su experiencia interior como vivencias directas y personales únicas y emocionalmente verdaderas, por eso nos conmueven. El cambio de destinatario, –de un hombre o una mujer a Dio– convierte en sublime el poema.
La estrofa es una combinación de versos octosílabos distribuidos en un estribillo de cuatro versos y dos glosas de ocho que desarrollan temáticamente la idea central del estribillo. Dos de cuyos versos se repiten en las glosas como leitmotiv, como estas composiciones eran cantadas, se llaman también «versos de vuelta» porque avisaban al coro cuándo tenía que entrar. Es una combinación estrófica habitual en los Cancioneros del siglo xvi.
La maravilla se encuentra en el contenido. Si nuestra vocación es amar, no puede ser más contundente la confesión de la santa. No se trata de parámetros distintos de los habituales en el amor que llamamos humano, entre un hombre y una mujer. Amar a Dios se manifiesta en las mismas coordenadas. Una novia le diría lo mismo a su esposo el día de su boda. Detengámonos en el primer verso. Estremece ese «ya» inicial, que es tiempo y referencia a vacilaciones anteriores, en el caso de la santa y en el de la historia amorosa de cada persona. Aceptada la decisión el «ya» se convierte en inamovible, por eso lo rubrica con la expresión «toda», sin resquicios ni recovecos donde ocultar parte de nosotros mismos, « toda del todo» y dos verbos que definen el secreto del verdadero amor «entregar» y «dar», o sea, hacer que el otro sea dueño de nuestra identidad más plena y secreta. Pero es en los pronombres personales donde el acto de donación amorosa alcanza su plenitud: «Yo entregué» (una cosa, quizás regalo o don) «yo di». ¿Pero a quién o qué diste? «Me», complemento directo, «me entregué, me dí, a mí» expresión de un acto libre y decidido, como debe ser. En medio de la sencillez y comunicación directa, sobrecogedor. La consecuencia no puede expresar de manera más universal el anhelo profundo de todo el que ama de verdad «mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».
No deja de sorprenderme el verso segundo. «Suerte» y «trocar» parecen guardar alguna relación con el mundo del canje, del interés comercial y de la fortuna. Aplicado al amor a Dios no cabe duda de que es ponderativo de quien en tales «comercios» ha salido ganando. Con Dios no se pierde nunca.
Las glosas desarrollan la metáfora de la caza, flecha y herida. Nada original en cuanto a lenguaje poético pero certero para expresar que es Dios el protagonista de este amor. Cazador que no falla en sus disparos y que a pesar de sus dolorosas heridas, siempre será por sus efectos «Dulce» cazador. El amor como flechazo, como hallazgo inesperado no para el Amado sino para la amada, con la conmovedora expresión «dejó herida» en anhelo de ser correspondida, pero al mismo tiempo, rendida y sin resistencia «en los brazos del amor». El trueque ha sido tal que ha cobrado –en pago sorprendente– «nueva vida» y tanto, pues nada menos ha igualado en el encuentro dos seres infinitamente separados.
En la segunda glosa continuamos con la imagen de la herida y de la flecha. Una palabra me conmueve sobre las demás: «enherbolada», que no tiene nada que ver con enarbolada. Es en estas ocasiones cuando se descubre el genio del oficio poético, la inspiración admirable. Enherbolar es untar la punta de las saetas con venenos extraídos de hierbas. Dios ha untado la flecha del veneno de su amor y ha quedado rendida e irresistiblemente envenenada en sus amores. ¡El veneno del amor de Dios!
Toda la vida de Teresa es una historia de amor. Cuando en las edades moderna y contemporánea se presentaba a un Dios distante, ajeno a las vicisitudes y sufrimientos de los seres humanos o inexistente, santa Teresa nos lo descubre como un ser vivo, cercano, enamorado hasta la locura, capaz de oír nuestras súplicas y de estar a la espera de cada uno de nosotros de Corazón a corazón. En La vida, en Las fundaciones, en El camino de perfección, en Las Moradas, en todas sus obras menores, sean exclamaciones, cartas, etc. oímos hablar a Dios, como si estuviera a este lado de nuestra existencia, «entre los pucheros». El amor en santa Teresa no es una estrategia apostólica para difundir la religiosidad o incrementar el número de seguidores de la Iglesia. Habla en verdad. El estribillo «mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado», no es un juego poético ni una licencia del arte retórico de persuadir. Habla de lo que vive y vive lo que ha descubierto en la buena nueva del Evangelio. Ha descubierto a Cristo, se ha encontrado con Él y vive, en el amor de la Iglesia, por y para Él. «Ya toda me entregué y dí». Esta es santa Teresa.