«¿cómo explicar que una organización política gangrenada por la corrupción se mantenga en unas tasas de aceptación popular más que aceptables?».
Su respuesta no deja indiferente: «Detrás de la consolidación de un régimen corrupto hay un largo proceso de envilecimiento social… Hay una relajación de los estándares éticos agravada por la obscena inmoralidad de una clase dirigente cada vez más deleznable… Hay una estrategia de desestructuración social que fomenta la compra de voluntades, desincentiva el esfuerzo, socava la familia y provoca que la supervivencia de sectores cada vez más amplios de la población dependan del Estado. Y hay, durante decenios, un arrasamiento de las conciencias que, moldeadas por un aparato cultural en el que la ideología prevalece sobre la formación de la persona, son incapaces de oponer una mínima resistencia intelectual a las ambiciones de un poder crecientemente totalitario.
Al cabo de unos años, se llega al estado de ruina presente. La labor de zapa ha deshecho los cimientos de la casa común. Que el edificio se venga abajo es sólo cuestión de tiempo.
[…] Este es el punto crucial: calibrar el nivel de distorsión psicológica del individuo empobrecido y aislado que, pese al clamor de las evidencias, sigue respaldando a los artífices de su propia debacle.
¿Por qué lo hace? Porque necesita esa forma de gratificación íntima que le depara la creencia de saberse en posesión de una moralidad superior a la de quienes militan en la filas contrarias. Cuando ya no hay nada que compartir con los demás, queda el resentimiento.
El resentimiento es también una modalidad de terapia. A quien no tiene otra cosa a la que agarrarse, le sirve para exorcizar la sospecha de su propia insignificancia. Una clase gobernante de incompetentes y corruptos necesita el combustible del resentimiento para mantener en marcha su convulsa maquinaria destructiva. Es una negatividad infecciosa que, sin embargo, forja lealtades de acero».











