El papa León XIII, a lo largo de su dilatado ministerio en la sede de Pedro escribió 13 documentos pontificios exhortando al rezo del santo rosario. En la encíclica Laetitiae sanctae escribía: «Y ahora, como si fuera una vez más, escuchando la voz de la misma Madre celosa que nos llama a “Clama, ne cesses” (“clamar y no cesar”), Nos regocijamos una vez más al dirigirnos a vosotros… sobre el tema del Rosario…».
Este «Clama, ne cesses, fue recogido como heráldica de Cristiandad desde el primer número que salió a la luz (diciembre de 1943), y todavía hoy se puede ver en la portada de la revista. Así nos explica la razón de este lema uno de los primeros redactores de Cristiandad: «Ciertamente no fue humo de pajas ni a la ligera como se tomó el acuerdo acerca del lema que debía campear en el distintivo de nuestra revista.
Al igual que antiguamente nobles y caballeros añadían a su escudo de armas un lema, que venía a ser norma y compendio de su actitud y condición, y tal cual aún hoy día se hace por los dignatarios de la Iglesia en sus propios escudos, se decidió adoptar por escudo una campana, que repite sin cesar siempre el mismo sonido, y por lema el «Clama, ne cesses» de León XIII (encíclica Laetitiae).
Con esta proclamación de principios nadie puede llamarse a engaño. Quedó y queda bien patente cuál es nuestro intento. Repetir, recordar lo ya dicho, reiterar lo expuesto, de forma que quien no haya oído el sonido de la campana en el primero, segundo o tercer golpe de badajo, pueda darse cuenta en el cuarto.
No cabe admirarse de nuestra consciente repetición. No es agotamiento de materias, en sí inagotables, ni comodidad de redacción. Es deliberado propósito y premeditado plan. Si tal lo hemos adoptado, hemos de hacer honor a nuestro lema.» (Fernando Serrano Misas, Cristiandad, 1949, nº 133-134).
Hace 75 años, en su número de octubre de 1949, Cristiandad, siguiendo este lema, volvía a centrarse en la fiesta de Cristo Rey. Presentamos a continuación un artículo del obispo de Barcelona que, haciendo honor a la importancia de hablar a «tiempo y a destiempo» sin cesar, tal y como lo exhorta el apóstol san Pablo en su carta a Timoteo, recuerda a los fieles que «la solución de todas las difi cultades es el real y efectivo reinado de Jesucristo por su Corazón»
En la fiesta de Cristo Rey
Exhortación pastoral del Excmo. y Rvdmo. Dr. Gregorio Modrego Casáus, obispo de Barcelona
AMADOS diocesanos: el día 30 de octubre recurre este año la fiesta de Jesucristo Rey, instituida, como sabéis, por el papa Pío XI, de santa y gloriosa memoria, y mandada celebrar en la última dominica del expresado mes. Gran solemnidad quiso dar Pío XI a la liturgia de esa fiesta, cual corresponde a su extraordinaria importancia para la gloria de Jesucristo, para la santificación de las almas y para la prosperidad de pueblos y naciones. Con suaves luces de alborada se reveló ya la realeza de Jesucristo, el futuro Mesías, en el Antiguo Testamento; entre resplandores de mediodía la confi esan y proclaman las pági[1]nas del Nuevo […] No se extinguió, ni se debilitó siquiera el eco de esa solemne proclamación del reinado de Jesucristo a lo largo de los siglos. Toda la tradición católica le ha rendido el homenaje de su fe y reconocimiento y ha estudiado con cariño los fundamentos y natura[1]leza de ese reinado. Pío XI, sabia y oportunamen[1]te, recogió en su hermosa encíclica Quas primas esa doctrina tradicional y perenne y dióle solemne expresión litúrgica para que la Iglesia tributara a Jesucristo el honor que le es debido por su divina realeza, y todos los hombres y los pueblos todos formaran parte de ese Reino que no es de este mundo, pero que está en este mundo; que no es material, sino espiritual; pero que es universal y absolutísimo. Jesucristo es Rey de reyes y Señor de los que dominan. Vieja como la proclamación solemne de la realeza de Jesús es la rebeldía de los hombres insensatos contra ese Rey universal. Aún no se había extinguido el eco de la majestuosa palabra de Jesús, confesando su realeza, cuando una multitud, seducida y engañada por falsos maestros del pueblo judío, v]ciferaba clamando: «No queremos que éste reine sobre nosotros», «no tenemos Rey, sino al César». También ese grito de rebeldía, para desdicha de la humanidad, halló eco a través de todos los siglos; pero más que en otro tiempo alguno, en nuestros días plenamente se realiza aquel apóstrofe de David, mezcla de queja, admiración e indignación, y que tiene también aires de seguridad de triunfo: «¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos maquinan planes vanos?». Jamás, como en nuestro tiempo, hubo tantos pueblos (digamos mejor tantos tiránicos rectores de pueblos) que tan abiertamente hicieron guerra a Jesucristo y a todo lo que lleva su carácter y su sello. Ahí están como sangrante prueba los obispos y sacerdotes perseguidos, encarcelados y asesinados. Ahí están hablando elocuentemente las escuelas católicas arrebatadas a la Iglesia para dar en ellas educación anticristiana y le[1]vantar en las mismas cátedras de los más crasos errores. ¡Pobres pueblos! Gimen bajo la más ominosa de las tiranías de quienes, creyéndose poseer el monopolio de la verdad y proclamándose paladines de la libertad, por una monstruosa inconsecuencia, hacen guerra a aquel que es la misma Verdad, que vino a dar testimonio de ella, y de quien nos viene el precioso don de la libertad. Jesucristo no es en casi todos los demás pueblos abiertamente perseguido, pero tampoco es sinceramente reconocida su realeza, ni aceptada su doctrina, ni son plenamente obedecidas sus leyes santísimas. Y ¡así le va al mundo! […] el mundo, al hacer guerra abierta o solapada a ese Rey, se ve trágicamente en la impotencia de evitar la conculcación de la justicia, se siente envuelto en llamas de odio, y mientras angustiosamente grita; ¡paz! ¡¡paz!!, más se aleja de ella, preparando los caminos de nuevas y más funestas guerras. No son ciertamente tiempos de paz estos que vivimos. No son los que describe el profeta, en que las lanzas se convertirán en rejas de arados, sino que, por el contrario, todo el progreso, brutalmente materialista, sirve a la destrucción y no al bienestar de los pueblos. ¡Justo castigo de Dios!, que se consumará para infortunio de los hombres y destrucción apocalíptica, si los pueblos no vuelven a Dios y a su Cristo, con cuya salvadora doctrina y celestiales y sobrenaturales ayudas únicamente pueden re[1]solverse pavorosos problemas, cada día más complicados y acuciantes, planteados en la vida interna de los pueblos y en las relaciones internacionales. En esta fi esta de Cristo Rey, la Iglesia formula el ferviente voto que expresa aquella estrofa del himno de primeras vísperas: «Hónrenle públicamente los que presiden las nacio[1]nes, ríndanle culto maestros y jueces, refl éjenle las leyes y las artes». ¡Ojalá llegue pronto el día en que los pueblos, rotas las cadenas de la esclavitud, o en uso de una verdadera libertad y tocados de la gracia de Dios, reconozcan el derecho de Jesucristo a reinar con imperio universal y absoluto; entiendan que servir a Cristo es reinar y que someterse a su voluntad santísima es la mejor garantía de todas las legítimas libertades; que no hay otro camino para lograr la verdadera paz y felicidad de los pueblos! Demos gracias a Dios de que nuestra católica nación reconozca y acepte el dulce imperio de Jesucris[1]to; pero hagamos votos y laboremos todos, cada uno desde su plano y en su ambiente, para que nuestras ins[1]tituciones, nuestras leyes y nuestras costumbres públicas y privadas respondan fi elmente a nuestra rotunda afi rmación de catolicismo. […] Os exhortamos vehementemente a que seáis los primeros en el servicio del gran Rey, Cristo Jesús, y en su Reino y por su Reino, que es su Iglesia, trabajéis, primero sobre vo[1]sotros mismos, siendo templos vivos de Dios, mediante la fi el observancia de su santa ley, de toda su santa ley. La fiesta de Cristo Rey ha de ser para todos un fuerte recordatorio de los deberes que nos impone ese noble vasallaje, y un estímulo para comportarnos como súbditos de ese gran Rey […] Los socios del Apostolado de la Oración, desde sus respectivos centros (¡ojalá los hubiera en todas y cada una de nuestras parroquias!), íntimos y confi dentes del Corazón de Jesús, por la oración ascensional hasta los más altos grados; consoladores del Corazón divino, por la expiación sacrificada, el amoroso desagravio y la generosa reparación, han de hacerle dulce violencia para que Él, con el torrente de sus gracias, atraiga a su amor a todos los hombres. De esos amantes del Corazón divino, de esos católicos de verdad, que están convencidos de que sólo la efusión del Corazón de Jesús sobre los hombres y el amor de éstos a Él sobre todas las cosas es el secreto del éxito, nació la feliz e inspirada idea de que, con motivo del quincuagésimo aniversario de la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús por el papa León XIII, de imperecedera memoria, sea ella renovada en el próximo Año Santo, juntamente con la consagración al Corazón Inmaculado de María, oportunamente practicada hace po[1]cos años por el papa Pío XII, felizmente reinante. […] Podéis suponer con qué íntima satisfacción leíamos hace pocos días en el Osservatore Romano que Su Santidad el Papa, recogiendo el voto ferviente de muchos obispos del orbe católico, renovaría, en una de las misas solemnes que celebrará en el Año Santo, la consagración del mundo a los purísimos Corazones de Jesús y de María […] Quiera el Señor que, en medio del mundo actual, la fi esta de Cristo Rey convenza a todos de que la solución de todas las difi cultades es el real y efectivo reinado de Jesucristo por su Corazón. Nosotros, queridos diocesanos, que ya estamos convencidos de ello, vivamos como exige la noble vocación de súbditos del Reino de Jesucristo. «¡Regnum Christi veniat!» Barcelona, 19 de septiembre de 1949