La Modernidad ha supuesto importantes contribuciones a la cultura y a la vida humana sobre la tierra: una mayor conciencia y exaltación de la libertad humana y de los derechos de la persona, una más atenta preocupación por la naturaleza, así como todos aquellos beneficios que, producto de la ciencia y la tecnología, han posibilitado unas condiciones de bienestar como nunca se habían conseguido anteriormente en la historia de la humanidad. Sin embargo, es necesario reconocer también que la misma lógica moderna iniciada con el racionalismo, ha engendrado unos principios filosóficos y antropológicos que han conducido a una creciente secularización y despersonalización de la cultura y al surgimiento de ciertas corrientes que, desfigurando la naturaleza humana, han terminado conculcando su dignidad y valor. Nos referimos de modo especial al ateísmo, el feminismo radical y el ecologismo. De alguna manera todas estas corrientes son herederas del pensamiento de Feuerbach y Marx, para quienes el hombre no ha sido hecho a imagen de Dios, sino que Dios es simplemente una imagen proyectada por el hombre. Este ateísmo llevará a proclamar la total autonomía del sujeto humano que se emancipa así del orden natural, afirmando su voluntad sin normas ni límites. Esto, desde luego, terminará haciendo que se oscurezca aquello que hay de superior y distinto en la naturaleza humana, igualando así al hombre con el resto de los seres naturales. Es por ello que, a fin de recuperar el lugar que tiene el ser humano en el orden del universo es muy conveniente reflexionar sobre la imagen de Dios en el hombre. Creemos que de ese modo se hace posible apreciar con claridad, no solo la grandeza del ser humano, sino también, la adecuada relación que ha de tener con Dios, con el prójimo y con el resto de los seres corpóreos.
La verdad según la cual el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios está en el corazón mismo de la revelación cristiana. Tanto el Magisterio como la tradición de la Iglesia atestiguan esta realidad, aunque tanto uno como otra hunden sus raíces en aquella palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura. Es allí donde de manera más profunda y clara se aprecia esta verdad sobre el hombre que en palabras de san Juan Pablo II supone una verdadera definición: el hombre es imagen de Dios, esto es lo que más radicalmente constituye la esencia del ser humano. Y aunque son varios los textos referidos al hombre como imagen de Dios en la Sagrada Escritura (Génesis 5,1; 9, 6; Sabiduría 2,23; Eclesiástico 17,3; 2 Corintios 4,4; Colosenses 1, 15), lo cierto es que el texto principal de donde deriva toda la enseñanza sobre esta importante cuestión se encuentra en los relatos sobre la creación del hombre en el libro del Génesis 1, 26-28: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, los creó varón y hembra». Luego de esto entra en un diálogo amoroso con ellos y, no solo «dice», como había hecho los días anteriores, sino que «les dice»: «Sed fecundos, dominad la tierra y sometedla». Sin pretender agotar la enorme riqueza de este relato, intentaremos descubrir en él la grandeza de lo humano que supone ser creado a imagen de Dios.
¿Qué significa que una realidad sea imagen de otra?
Para lo cual se hace necesario, en primer lugar, explicar brevemente qué significa que una realidad sea imagen de otra. La noción de imagen supone dos características constitutivas: la semejanza y la procedencia. En efecto, es necesario, por una parte, que exista semejanza entre una realidad y otra, una semejanza que no puede ser cualquiera, sino aquella denominada de especie o naturaleza, esto es, una semejanza que diga relación con la esencia de algo, de modo que dos cosas con semejanzas accidentales, como serían dos cosas blancas o grandes, no se dice que sean imagen una de otra. Ahora bien, la semejanza, aún de especie, no es suficiente para poder hablar de imagen, sino que es necesario también que exista la procedencia, es decir, que una realidad tenga su principio en otra. Tomás de Aquino para explicar esto pone el conocido ejemplo del huevo que, pese a ser semejante según la especie a otro huevo, no es su imagen, puesto que no hay procedencia. Por supuesto, tampoco es imagen del arquitecto la casa que procede de él, puesto que no existe en este caso la semejanza. Procedencia y semejanza constituyen lo propio de la imagen, por lo que bien puede afirmarse que el hijo es imagen del padre, en tanto que participa de su naturaleza y ha sido por él engendrado.
Entendida la noción de imagen nos aparece con claridad que el hombre es imagen de Dios, en tanto que, tal como nos enseña Tomás de Aquino: «es evidente que en el hombre hay una semejanza de Dios y que procede de Él como ejemplar» (I, q.93, a.1). En efecto, el hombre no solo tiene en Dios su origen y su principio, sino que además y a diferencia de las demás creaturas que también proceden de Él, se asemeja a Dios según la especie, esto es, en tanto que participa de la naturaleza espiritual con la que puede conocer la realidad, conocerse a sí mismo, conocer a Dios e incluso entrar en relación de amistad con Él. Así como Dios se conoce y se posee a sí mismo, así el hombre, al participar de la naturaleza espiritual es «capax Dei», capaz también de entrar en su interior, conocerse y amarse a sí mismo y ordenarse a esa plenitud que supone la posesión del Bien infi nito, que es Dios.
Volviendo ahora al texto de Génesis 1, 26-28 apreciamos más claramente lo que nos revela Dios acerca de la naturaleza del hombre creado a su imagen, en efecto, se nos anuncian allí tres grandes verdades de lo que eso significa:
«Fuimos concebidos en el Corazón de Dios»
En primer lugar, la imagen divina en el hombre manifiesta el amor infi nito que tiene Dios por la criatura humana al colocarla en el centro y en la cumbre de la creación y permitirle participar de una especial intimidad con Él. Santa Catalina de Siena expresa de manera sublime ese amor de Dios por el hombre cuando le dirige estas palabras: «Nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella; por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Il dialogo della divina Providenza, 13). De allí que toda la vida del hombre, lejos de ser una condena permanente de sujeción al capricho de un Dios que juega con su creación, sea una búsqueda amorosa de ese saborear, de ese «gustar el Bien eterno», porque el hombre ha sido creado para esa unión con Dios en la que, por la gracia, le conoceremos y le amaremos como Él se conoce y se ama. De todas las criaturas visibles sólo el hombre es «capaz de conocer y amar a su Creador», sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios, porque solo él ha sido amado por Dios por sí mismo. De ahí que, por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien, con lo cual se aprecia el alto grado de participación de la perfección divina de la que el hombre goza. Como enseña el papa Francisco: «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Laudato si, n. 65).
La semejanza con Dios revela que la esencia y la existencia del hombre están constitutivamente relacionadas con Él del modo más profundo. Negar a Dios y, como consecuencia, negar su imagen en el hombre supone, por tanto, la negación de la dignidad infinita que posee el hombre que se funda en esa participación de lo divino en su ser. Ciertamente el hombre puede organizar su vida sin Dios pero, al fi n y al cabo, sin Dios no puede menos que organizarla contra sí mismo. El humanismo exclusivo es, a fi n de cuentas, un antihumanismo.
El hombre, está llamado a colaborar con Dios en la ordenación y gobierno de la creación
En segundo lugar, esa imagen de Dios que es fundamento último de la verdadera dignidad nos ha sido dada por Dios, según el texto que comentamos, para que domine sobre la creación visible, para hacer la tierra fecunda. Y es que, así como Dios en su poder y amor infinito por la creación la conduce a su perfección última, el hombre como imagen suya, también está llamado a colaborar con Dios en esa ordenación y gobierno. Dios ha querido contar con el hombre para conducir a su creación al fi n último. De allí que la imagen de Dios no solo supone una posibilidad de relación íntima entre el hombre y Dios, sino también posibilita una especial interrelación entre el ser humano y la tierra.
Como enseña el papa Francisco, si bien la persona humana posee una dignidad infinita, «no somos Dios, la tierra nos precede y nos ha sido dada» (Laudato si, n. 67). De allí que, siendo un don que recibimos como hijos de Dios, el dominio que le da al hombre el ser imagen de Dios, no debe entenderse como un dominio absoluto sobre las demás criaturas. El mandado de Dios nos invita, a fi n de honrar la imagen de Dios en nosotros, a «labrar y cuidar» el jardín del mundo. Mientras «labrar», explica el Papa, «significa cultivar, arar o trabajar», «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica, concluye Francisco, «una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza» (LS, n.67). Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica cuestiona muy claramente lo que sería un antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas» (n.339). En efecto, por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, a la vez que ha de hacer un uso responsable de las cosas, reconociendo en el resto de la creación, especialmente en los demás seres vivos, un valor propio ante Dios que «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria».
De todo esto se deduce con nitidez que solo a la luz de una recta concepción del ser humano como imagen de Dios puede aparecer una verdadera y sana ecología. Negar a Dios como Padre conduce al hombre a sentirse amo absoluto de todo el universo y arrogarse el derecho de usar de la naturaleza de manera arbitraria e indiscriminada.
La imagen de Dios se hace manifiesta también en el ser humano en la sexualidad constitutiva de sus cuerpos
Finalmente, no podemos olvidar que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios es un ser a la vez corporal y espiritual: «Corpore et anima unus». Y siendo imagen de Dios según todo lo que es, es razonable afirmar que el cuerpo participa también de esa dignidad. En efecto, si bien la imagen se da en el hombre por participar de la naturaleza espiritual, la especial unión de espíritu y materia que define la naturaleza humana y que tan sabiamente ha sido del todo comprendida y enseñada por Tomás de Aquino, obliga a afirmar, contra los distintos dualismos, que la imagen de Dios se hace manifiesta también en el ser humano en la sexualidad constitutiva de sus cuerpos: «Varón y mujer los creó». Evidentemente, Dios no es ni hombre ni mujer, Dios es espíritu puro en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las perfecciones «del hombre y de la mujer» reflejan algo de la infinita perfección de Dios: Dios es amor y ha hecho al hombre para participar de ese amor y encontrar su plenitud en él. El varón y la mujer son creados por Dios, ambos proceden de su amor infinito, y ambos han sido queridos por Dios en una perfecta igualdad en tanto que personas humanas: ambos poseen la imagen divina. Sin embargo, Dios también ha querido, en su infinito amor, su ser respectivo de varón y mujer. «Ser hombre» «ser mujer» es una realidad buena y querida por Dios que reflejan la sabiduría y la bondad del Creador.
Lejos de tratarse de un aspecto accidental de la personalidad, el ser varón y el ser mujer es un elemento constitutivo de la identidad personal y pertenece propiamente al modo específico en el que existe el imago Dei. Pero aún hay más. Porque esa diversidad de sexos ha sido querida por Dios para manifestar la especial ordenación de la persona al amor y a la entrega total de sí mismo a los demás en la que puede encontrar su plenitud. En efecto, Dios ha plasmado en los cuerpos personales del varón y la mujer un lenguaje que habla de igualdad y de complementariedad, de idéntica dignidad y de destinación mutua: «serán una sola carne». La donación total de sí mismos, en su alma y en su cuerpo, a la que están llamados es también manifestación de la imagen divina en el hombre. Así lo enseña el papa Francisco cuando afirma que «la pareja que ama y genera la vida es la verdadera “escultura” viviente –no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe–, capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios…El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente» (Amoris laetitia, n. 11). De modo bellísimo se nos dice que, así como nuestro Dios no es una soledad, sino que es comunión de personas, así también, el hombre creado como varón y mujer también es imagen de Dios en tanto que ordenado a esa comunión de personas que es la familia. A la luz de la imago Dei aparece así con más fuerza la igualdad esencial entre el varón y la mujer, así como la igual destinación a la que están llamados. Es para la comunión y para el servicio que Dios ha hecho al hombre varón y mujer, es para la comunión y el servicio que lo ha hecho a su imagen y semejanza, solo allí, en esa entrega, encuentra el ser humano su verdadera felicidad. Volver a considerar al hombre como imagen de Dios, tal como lo hemos visto, nos permite apreciar la excelsa dignidad del ser humano, su destinación a un bien trascendente, a la vez que su íntima vocación al amor; pero a la vez, nos permite apreciar el error de aquellas ideologías predominantes en la actualidad, a saber: el ateísmo y el laicismo, que niegan a Dios y aspiran a desterrarlo de la vida humana y social; el ecologismo, que reduce al hombre al producto de la evolución y nos iguala con el resto de los seres materiales; y finalmente, el feminismo y la ideología de género que niegan la naturaleza de lo femenino y masculino, para destruir finalmente el matrimonio y la familia. En este sentido, podemos concluir con san Juan Pablo II, que «la verdad revelada acerca del hombre, que en la creación ha sido hecho “a imagen y semejanza de Dios”, contiene no sólo todo lo que en él es “humanum”, y, por lo mismo, esencial a su humanidad, sino potencialmente también lo que es “divinum”, y por tanto gratuito, es decir, contiene también lo que Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– ha previsto de hecho para el hombre como dimensión sobrenatural de su existencia, sin la cual el hombre no puede lograr toda la plenitud a la que le ha destinado el Creador» (audiencia general, 23/04/86)