Me agrada ahora contar los prodigios de su oración, con verdad fidelísima a la vez que con merecidísima veneración. Durante el infortunio que, bajo el dominio del emperador Federico, en diversas partes del mundo sufría la Iglesia, el valle de Espoleta bebía con mayor frecuencia del cáliz de la ira. A modo de enjambre de abejas, así estaban estaciona dos en el valle, por mandato imperial, escuadrones de a ca ballo y arqueros sarracenos con el propósito de destruir los campamentos y expugnar las ciudades fortificadas. En esta situación, una vez, lanzándose el furor enemigo contra Asís, ciudad particular del Señor, y avecinándose ya el ejército a las puertas, los sarracenos, gente pésima que tiene sed de sangre cristiana y osa los más descarados crímenes, cayeron sobre san Damián, dentro de los límites del lugar; mejor dicho, dentro del claustro de las vírgenes. Se deshacen los corazones de las damas a causa de los temores, tiemblan por el horror las palabras y llevan a la Madre sus llantos. Ella, con impávido corazón, ordena que la conduzcan, enferma como estaba, hasta la puerta y que la pongan delante de los enemigos, precediéndola la caja de plata, contenida dentro de un marfil, en la que se guardaba con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos.
Y luego que se hubo postrado de bruces en oración al Señor, con lágrimas habló a su Cristo: «¿Te place, mi Señor, ¡eh!, entregar en manos de paganos a tus esclavas inermes, a las cuales he criado en tu amor? Guarda, Señor, te ruego, a estas tus siervas a las cuales no puedo defender en este trance una voz. Enseguida, desde el propiciatorio de la nueva gracia, una voz como de infantillo se dejó sentir en sus oídos «Yo siempre os defenderé». Mi Señor –añadió– protege también si te place a esta ciudad que nos sustenta por tu amor. Y Cristo a ella «Soportará molestias, mas será defendida por mi fortaleza». En esto, la Virgen, levantando el rostro bañado en lágrimas, conforta a los que lloran diciendo «Hijitas, con seguridad os prevengo que no sufriréis nada malo; basta que confiéis en Cristo. Sin tardar más de repente la audacia de aquellos perros, reprimida, se empavorece, y, escapándose de prisa por los muros que habían escalado, fueron dispersados por el valor de la suplicante. A continuación, Clara, a aquellas que habían oído la voz referida, les conmina prohibiéndoles con seriedad «Hijas carísimas, guardaos de todas maneras, mientras yo tenga vida, de revelar a nadie aquella voz».
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