Hay un enemigo relativamente nuevo del cristianismo que es hijo de algunos errores y pecados antiguos. Desde la fundación de la Iglesia, los cristianos han sufrido a manos de todo tipo de tiranos, déspotas y megalómanos. Sin embargo, durante el siglo xx surgió una nueva forma de brutalidad: el totalitarismo. Otros tipos de regímenes han matado y masacrado en grandes cantidades, ¡ay! Sólo los regímenes totalitarios intentan controlarlo todo. La cultura, la lengua, el comportamiento, la religión, la economía, la educación, la familia, la concepción, el nacimiento, la vida y la muerte: todo sometido a los dictados del Estado absoluto. Un Estado así no sólo puede encarcelar o matar, también puede borrar. Puede «desaparecer» a una persona de su hogar y luego hacer que todo el mundo reconozca que esa persona nunca había existido. Ninguna esfera de la vida humana, ningún acontecimiento humano, queda fuera del alcance del Estado totalitario.
Se crea así una sociedad embrutecida y deshumanizada que depende para su subsistencia del aislamiento, el miedo, la desesperación y la dependencia. La resistencia, la independencia y la reciprocidad quedan excluidas. Un contexto así fomenta un odio particular hacia la Iglesia católica y su civilización. ¿Por qué?
Los totalitarios saben, al menos intuitivamente, que la Iglesia católica ofrece antídotos eficaces contra el veneno del totalitarismo.
En primer lugar, la Iglesia ofrece hermandad. La Iglesia ofrece vínculos de caridad, justicia, misericordia, compasión, unidad, identidad y dignidad que el Estado absoluto no puede tolerar. La Iglesia, en su vida comunitaria diaria, nos recuerda a todos que cada persona es única y preciosa y que todas las personas son valiosas a los ojos de Dios. La Iglesia fomenta un amor al prójimo que el Estado absoluto no puede permitir, ya que el amor y la reciprocidad son incompatibles con el aislamiento y la dependencia totales que dicho Estado fomenta y prescribe.
El segundo antídoto es una amenaza aún mayor para el Estado absoluto y es el culto a Dios. El verdadero culto representa una actividad de mínima utilidad y máximo valor. Dar culto parece que externamente no haga nada; no está diseñado para obtener ningún poder. Pero tiene el mayor valor, también social, porque muestra que el alma humana alcanza más allá de este mundo, señalando e invocando a realidades que el mundo no puede contener y que ni siquiera un Estado totalitario puede controlar.
El culto a Dios proclama un amor y un amado que el mundo no puede igualar, contener, controlar, sustituir ni arrebatar. El culto religioso implica una respuesta de los individuos y de las comunidades humanas a una iniciativa que procede de Dios y no del Estado. Es una respuesta a un mandato celestial y no a un imperativo terrenal. Los totalitarios odian a la Iglesia porque su culto relativiza el Estado: el culto religioso pone a cualquier Estado civil en su lugar y rechaza las pretensiones absolutas del Estado totalitario.
El culto, divinamente originado y divinamente orientado, resiste la pretensión del Estado absoluto de definir y borrar. Los católicos saben que el culto, especialmente el Santo Sacrificio de la Misa, fue confiado a la Iglesia por Cristo. Esa misma Misa se ha transmitido a través de distancias y milenios, por todo el mundo, mediante el heroísmo y el celo de apóstoles, mártires, místicos, guerreros, poetas, artistas, familias y monasterios. El culto católico se niega a olvidar el pasado porque éste es el vínculo con el futuro. En otras palabras, los santos que nos precedieron en el tiempo rindiendo culto nos invitan desde nuestro futuro a seguir sus pasos. Los santos del pasado son ahora el pueblo del Cielo, nuestro único hogar verdadero, donde ya nuestro Padre nos ha preparado un banquete. Ellos nos llaman, pidiéndonos que llevemos con nosotros toda nuestra herencia. La hermandad cristiana y el culto católico son los elementos indispensables para curar las viejas y nuevas enfermedades de nuestro mundo caído.