Una vez más se ha desatado una fuerte oleada de protestas en toda Francia con una elevada carga de tensión y violencia. Casi parece que no se hayan terminado las últimas manifestaciones y huelgas, cuando ya están empezando las nuevas. Protestas contra la edad de jubilación (2023), contra la inflación (2022), contra la ley de seguridad (2020), contra la reforma de las pensiones (2019), contra
el encarecimiento del combustible (2018), entre muchas otras, evidencian cómo agoniza la sociedad opulenta que nació en el último tercio del siglo XX, tal y como ya predijo Augusto del Noce en 1979. El problema es evidente, aunque nadie quiera reconocerlo: con una población cada vez más envejecida y una sociedad con menos niños, no existen malabares ni juegos de manos que un sistema
económico pueda ejecutar para mantener el llamado Estado del Bienestar,
en el que tan cómodamente nos hemos acostumbrado a vivir en Europa. Asimismo, el aumento de la inmigración como solución para paliar la insostenibilidad del modelo no parece estar funcionando. En términos económicos, los perfiles que suelen emigrar hacia Europa aportan poco en cotizaciones por su bajo nivel salarial y, por otro lado, consumen muchos recursos de ese estado del bienestar que supuestamente están llamados a salvar. Adicionalmente, esta inmigración está teniendo gravísimas consecuencias sociales. Fue el pasado 19 de enero cuando empezaron una serie de huelgas generales y manifestaciones organizadas en Francia contra la reforma de las pensiones impulsada por el presidente francés Emmanuel Macron, que aumenta la edad de jubilación
de los 62 a los 64 años. Las protestas se endurecieron a partir del 16 de marzo, cuando Macron decidió invocar el artículo 49.3 de la Constitución para que la ley fuera aprobada por el Parlamento sin necesidad de que hubiera debate ni votación sobre el texto defi nitivo. En este contexto, hemos podido ver impactantes imágenes (aunque ya empezamos a acostumbrarnos a ellas) durante las últimas semanas: aumento de la violencia; interrupción en las redes de las carreteras, como la circunvalación de París, que se bloqueó durante la mañana del 17 de marzo; cortes de energía, como el que anunció el sindicato CFE-CGC en Fort de Brégançon, la residencia de vacaciones del presidente; o la huelga de los recolectores de basura, que ha llenado las calles de las principales ciudades de montañas de residuos sin recoger. Algunas escenas han ido incluso más allá: en Burdeos, los manifestantes literalmente quemaron la fachada de su ayuntamiento o en el centro de París, el emblemático restaurante bistró «La Rotonde» (el preferido de Macron) fue también presa de las llamas.
La sociedad francesa se revuelve contra cualquier reducción, por mínima que sea, de la comodidad con la que se ha acostumbrado a vivir en los últimos años. Parece como si estuvieran dispuestos a destruir su propio país si así pueden reivindicar de algún modo aquellos derechos que consideran como propios. Así, a medida que va resultando evidente que el Estado del Bienestar no va a poder mantenerse indefinidamente con la confi guración actual de la sociedad, aumenta más la agresividad
de las protestas. En un país con un descenso en picado de la natalidad de su población local y con una esperanza de vida que ha aumentado de los 72 a los 82 años desde el 1970, mantener el statu quo parece una operación imposible.
Paralelamente, Francia ha experimentado un aumento signifi cativo de inmigración en los últimos
años. Además, se ha observado una tendencia interesante en la natalidad de la población inmigrante en comparación con la población local. Según estudios recientes, la tasa de natalidad entre las familias inmigrantes en Francia es significativamente superior a la de la población nativa. Este fenómeno ha derivado en una creciente preocupación en relación con la identidad cristiana del país. Según las estadísticas más recientes, la población musulmana en Francia está creciendo más rápido que el resto de la población. En junio del año pasado, la agencia católica americana CNA ya alertó de que en Francia se pierde una iglesia cada dos semanas mientras se abre una mezquita en ese mismo periodo
de tiempo. Todo ello bajo el contexto de frecuentes ataques e incendios a iglesias: en 2018 se registraron 877 ataques a lugares de culto católicos.
Todos recordamos en este sentido el incendio de la catedral de Notre-Dame de París en 2019 y los anteriores incendios de la catedral Saint-Alain de Lavaur en Tarn, así como los de las catedrales de Rennes y Nantes en 2020. Más signifi cativo incluso ha sido el informe publicado por el Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos de Francia, Inmigrantes y descendientes de inmigrantes, en el que se indica que el número de musulmanes practicantes entre los 18 y los 59 años superó en 2020, por primera vez en la historia del país, al de católicos practicantes.
Como titulaba un editorial de Le Figaro, no se trata de una«crisis democrática», como algunos se empeñan en presentar, sino una «crisis existencia». Una crisis que no es exclusiva de Francia: en los últimos días Irlanda, considerado hasta ahora un modelo de éxito económico, vive también una serie de protestas contra el aumento de la inmigración en el país. Y es que, más allá de elementos particulares, es toda la Europa que ha renegado de su fe la que ve sus pretensiones naufragar.
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