El atentado perpetrado el 13 de noviembre en Estambul, que el presidente turco Erdogan no dudó en
atribuir a grupos kurdos, ha sido el detonante de una enorme ofensiva militar turca que se ha concentrado sobre los bastiones kurdos en el norte de Irak y Siria.
Una ofensiva que, curiosamente, guarda muchos paralelismos con la de la Rusia de Putin sobre Ucrania
pero que, en este caso, no ha provocado la más mínima reacción por parte de la comunidad internacional. Si la excusa de Putin fue la «desnazificación» de Ucrania, Erdogan justifica los ataques como un medio para acabar con los supuestos grupos terroristas kurdos. En ambos casos
se toma el camino de una política de hechos consumados que no duda en violar las leyes internacionales: los ataques turcos, de hecho, han destruido toda la infraestructura civil (silos de grano, centrales eléctricas, hospitales, escuelas…) existente en las zonas atacadas, no sólo las posiciones militares. El objetivo es castigar al conjunto de la población y así preparar el terreno para la anunciada invasión turca a lo largo de los 800 kilómetros de frontera que separan Turquía de Siria.
Cabe señalar que los turcos han bombardeado también los campos donde están encarcelados miles de
yihadistas capturados por los kurdos durante la guerra contra el Estado Islámico y que ahora Turquía está intentando liberar para, posteriormente, reciclarlos en su lucha contra los kurdos.
Ni una sola voz se ha alzado para condenar las acciones de Turquía, miembro de la OTAN y cuya ampliación tiene en su mano (los nuevos ingresos requieren la unanimidad de todos los miembros). Además, Turquía juega un papel clave en el desarrollo del conflicto ucraniano y no hay que olvidar que continúa chantajeando a la Unión Europea con la llegada masiva de inmigrantes a través de su territorio si no se somete a sus designios. Más allá de otras valoraciones, estamos ante un nuevo desafío a la supuesta legalidad internacional, claramente fenecida y que ya solo existe en esas grandilocuentes declaraciones que nadie cree.
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