El proyecto de nueva constitución chilena elaborado por una Convención constitucional en la que la izquierda era hegemónica fue rechazado en el referéndum del pasado 4 de septiembre. Y además lo fue por una holgada mayoría de más del 60%, un rechazo que ninguna encuesta había anunciado y que supone un fuerte golpe para el presidente Boric y un alivio, al menos momentáneo, para un país que ha sufrido unos últimos años convulsos.
La historia es conocida, empezando por gobiernos de la derecha centrados en la economía que abandonaron el campo de las ideas a una izquierda que combina marxismo e indigenismo con una agenda que aspira a entronizar todo aquello que pervierte la ley natural, a lo que hay que sumar una Iglesia en crisis, desacreditada por varios casos notorios de abusos. Luego vino el «estallido social», la campaña de disturbios y terror, con quema de iglesias incluida, que desembocó en la elección de una Convención constitucional con un marcado sesgo ultraizquierdista. La elección de Boric, aliado de los comunistas, parecía una confirmación de que Chile retomaba el camino que hace poco más de medio siglo intentó Salvador Allende. El resultado fue un proyecto de constitución que por un lado se mostraba ridículo y disparatado, pero que por otro suponía un ataque a los fundamentos de cualquier sociedad sana.
El obispo de San Bernardo, Juan Ignacio González Errázuriz, dirigió una carta a sus fieles muy esclarecedora, en la que señalaba que el proyecto de nueva constitución incluía temas «que son directamente contrarios a la enseñanza cristiana, como la introducción del aborto o interrupción del embarazo (art 61.2), la muerte digna (art.68), que implicará aprobar la eutanasia. En otros aspectos, se desconocen derechos esenciales de los padres, como el que tienen respecto a la educación de los hijos. Se impone una concepción acerca de la sexualidad que es contraria a la enseñanza de la fe cristiana (art. 40). No se considera el derecho a la objeción de conciencia, especialmente en el caso del aborto y se introduce una visión errada y única del hombre y la mujer, fundada en la ideología de género, que es anticristiana». Y concluía: «Dar su voto a un texto que consagra directamente como un derecho el aborto y la eutanasia es cooperar al mal moral y ayudar a su difusión».
Una de las claves del rechazo fue el hecho de que la participación fuera obligatoria (se registró una participación del 85,81 %, un récord de más de 12 millones de electores), demostrando así que la revolución que entrañaba la propuesta de constitución no contaba con el apoyo de las clases populares. De hecho, el rechazo ha sido superior entre los votantes del quintil con rentas más bajas (un 75%) que entre los votantes del quintil con rentas más altas (un 60%). La presunta mayoría popular aplastante que quería enterrar la «Constitución de Pinochet» (que ya ha sido reformada en diversas ocasiones) sencillamente no existe. La idea de un Chile plurinacional (con privilegios para los supuestos 17 grupos indígenas a los que se les permitía tener jurisdicciones propias) poblado por «disidentes sexuales» y en el que reinaría la igualdad entre animales racionales, irracionales y vegetales, solo vive en las mentes de las franjas más ideologizadas de una izquierda que sufre de agudos delirios.
El peligro para Chile, no obstante, no ha desaparecido por completo: Boric se ha comprometido a intentarlo de nuevo, traicionando así lo que Sebastián Piñera llamó «acuerdo por la paz social y la Constitución», que implicaba que si ganaba el rechazo se mantendría la Constitución vigente.
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