En septiembre de 1947, hace 75 años, la revista Cristiandad dedicaba el número al tema
de la esclavitud, «Una de aquellas… lamentables lacras heredadas del mundo pagano y
con las cuales tuvo que enfrentarse el cristianismo».
En los últimos años se han podido ver actos vandálicos contra estatuas de insignes
personajes como Fray Junípero Serra, evangelizador mallorquín en tierras californianas
y gran defensor de los derechos de los indígenas, así como Cervantes, quien fue esclavo en
Argel. Frente a este intento de revisionismo de la historia, dentro de la Iglesia encontramos
santos como san Pedro Claver, el gran apóstol de los esclavos en Cartagena de Indias,
quien intentó aliviar su sufrimiento apodándose a sí mismo «esclavo de los negros».
Afirma el editorial de ese número:
«Es admirable ver cómo en toda circunstancia la Iglesia con serena y tranquila majestad
señala claramente las doctrinas. A buen seguro no es posible hallar mayor oposición que
entre los principios de la Iglesia y los de la esclavitud. Al afirmar enérgicamente la igualdad
esencial de todos los hombres, todos ellos redimidos por la sangre preciosa de Jesucristo,
destinados a ser miembros de su Cuerpo místico, y por lo tanto hermanos, y todos destinados a la eterna bienaventuranza, mina a la esclavitud por su base. Un hermano no puede considerar a otro hermano como una cosa, como un instrumento a su servicio».
En el artículo que presentamos, Jaime Balmes nos recuerda el protagonismo que ha
tenido la Iglesia en la abolición de la esclavitud, ya que «Para que el derecho prevalezca
sobre el hecho y no se entronice el mando brutal de la fuerza, no bastan las luces, no basta
la cultura de los pueblos, sino que es necesaria la religión».
La abolición de la esclavitud
Para que el derecho prevalezca sobre el hecho y no se entronice el mando brutal de la fuerza, no bastan las luces, no basta la cultura de los pueblos, sino que es necesaria la religión. Allá, en tiempos antiguos, vemos pueblos extremadamente cultos que ejercen las más inauditas atrocidades; y en tiempos modernos, los europeos, ufanos de su saber y de sus adelantos, llevaron la esclavitud a los desgraciados pueblos que cayeron bajo su dominio. ¿Y quién fue el primero que levantó la voz contra tamaña injusticia, contra tan horrenda barbarie? No fue la política, que quizás no lo llevaba a mal para que así se asegurasen las conquistas; no fue el comercio, que veía en ese tráfico infame un medio expedito para sórdidas pero pingües ganancias; no fue la filosofía, que, ocupada en
comentar las doctrinas de Platón y Aristóteles, no se hubiera quizás resistido mucho a que renaciese para los países conquistados la degradante teoría de las razas nacidas para la
esclavitud; fue la religión católica, hablando por boca del Vicario de Jesucristo.
Es, ciertamente, un espectáculo consolador para los católicos el que ofrece un pontífice romano condenando, hace ya cerca de cuatro siglos, lo que la Europa, con toda su civilización y cultura, viene a condenar ahora, y con tanto trabajo, y todavía con algunas sospechas de miras interesadas por parte de alguno de los promotores.
Sin duda, que no alcanzó el Pontífice a producir todo el bien que deseaba; pero las doctrinas no quedan estériles, cuando salen de un punto desde el cual pueden derramarse a grandes distancias, y sobre personas que las reciben con acatamiento, aun cuando no sea sino por respeto a aquel que las enseña. Los pueblos conquistadores eran a la sazón cristianos, y cristianos sinceros; y así es indudable que las amonestaciones del Papa, transmitidas por boca de los obispos y demás sacerdotes, no dejarían de producir muy saludables efectos. En tales casos, cuando vemos una Providencia dirigida contra un mal, y notamos que el malha continuado, solemos equivocarnos, pensando que ha sido inútil, y que quien lo ha tomado no ha producido ningún bien. No es lo mismo extirpar un mal que disminuirlo; y no cabe duda de que, si las bulas de los papas no surtían todo el efecto que ellos deseaban, debían de contribuir, al menos, a atenuar el daño, haciendo que no fuese tan desastrosa la suerte de los infelices pueblos conquistados. El mal que se previene y evita no se ve, porque no llega a existir, a causa del preservativo; pero se palpa el mal existente, éste nos afecta, éste nos arranca quejas, y olvidamos con frecuencia la gratitud debida a quien nos ha preservado de otros más graves. Así suele acontecer con respecto a la religión. Cura mucho, pero todavía precave más que cura, porque, apoderándose del corazón del hombre, ahoga muchos males en su misma raíz.
¿De dónde viene a Europa ese pensamiento elevado, ese sentimiento generoso, que la impulsan a declararse tan terminantemente contra el tráfico de hombres, que la conducen a la completa abolición de la esclavitud en las colonias? Cuando la posteridad recuerde esos hechos tan doloriosos para Europa, cuando los señale para fijar una nueva época en
los anales de la civilización del mundo, cuando busque y analice las causas que fueron
conduciendo la legislación y las costumbres europeas hasta esa altura, cuando, elevándose sobre causas pequeñas y pasajeras, sobre circunstancias de poca entidad, sobre agentes muy secundarios, quiera buscar el principio vital que impulsaba a la civilización europea
hacia término tan glorioso, encontrará que ese principio era el cristianismo. Y cuando trate de profundizar más y más en la materia, cuando investigue si fue el cristianismo bajo una forma general y vaga, el cristianismo sin autoridad, el cristianismo sin el catolicismo, he aquí lo que le enseñará la historia. El catolicismo dominando sólo, exclusivo, en Europa, abolió la esclavitud en las razas europeas; el catolicismo, pues, introdujo en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; manifestando con la práctica que no era
necesaria en la sociedad como se había creído antiguamente, y que para desarrollarse una civilización grande y saludable era necesario empezar por la santa obra de la emancipación. El catolicismo inoculó, pues, en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; a él se debe, pues, sí, dondequiera que esta civilización ha existido junto con esclavos, ha sentido siempre un profundo malestar que indicaba bien a las claras que había en el fondo de las cosas dos principios opuestos, dos elementos de lucha, que habían
de combatir sin cesar hasta que prevaleciendo el más poderoso, el más noble y fecundo, pudiese sobreponerse al otro, logrando, primero, sojuzgarle, y no parando hasta aniquilarle del todo. Todavía más; cuando se investigue si en la realidad vienen los hechos a confirmar esa influencia del catolicismo, no sólo por lo que toca a la civilización de Europa, sino también de los países conquistados por los europeos en los tiempos modernos, así en Oriente como en Occidente, ocurrirá, desde luego, la influencia que han ejercido los prelados y sacerdotes católicos en suavizar la suerte de los esclavos en las colonias; se recordará lo que se debe a las misiones católicas y se producirán, en fin, las letras apostólicas de Pío II, expedidas en 1462, y mencionadas más arriba; las de Paulo III, en
1537; las de Urbano VIII, en 1639; las de Benedicto XIV, en 1741, y las de Gregorio XVI, en 1839.
En esas letras se encontrará, ya enseñado y definido, todo cuanto se ha dicho y decirse puede en este punto en favor de la humanidad; en ellas se encontrará reprendido, condenado, castigado, lo que la civilización europea se ha resuelto al fin a condenar y castigar; y cuando se recuerde que fue también un papa, Pío VII, quien en el presente siglo interpuso con celo su mediación y sus buenos oficios con los hombres poderosos, para hacer que cesase enteramente el tráfico de negros entre los cristianos. No podrá menos de reconocerse y confesarse que el catolicismo ha tenido la principal parte en esa grandiosa obra, dado que él es quien ha fundado el principio en que ella se funda, quien ha establecido los precedentes que la guían, quien ha proclamado sin cesar las doctrinas
que la inspiran, quien ha condenado siempre las que se le oponían, quien se ha declarado en todos los tiempos en guerra abierta con la crueldad y la codicia, que venían en apoyo y fomento de la injusticia y de la inhumanidad.
El catolicismo, pues, ha cumplido perfectamente su misión de paz y de amor, quebrantando sin injusticias ni catástrofes las cadenas en que gemía una parte del linaje humano; y las quebrantaría del todo en las cuatro partes del mundo si pudiese dominar por algún tiempo en Asia y en África, haciendo desaparecer la abominación y el envilecimiento, introducidos y arraigados en aquellos infortunados países por el mahometismo y la idolatría.