El concilio fue convocado primeramente en Ancira (Galacia), pero se trasladó a Nicea de Bitinia, por ser accesible por tierra y mar y cercana a la residencia imperial de Nicomedia. El obispo de Córdoba, Osio, consejero de Constantino, en aquel momento, presidió las sesiones y los presbíteros Vito y Vicente fueron la representación del obispo de Roma. Aunque se convocó a 1800 obispos únicamente asistieron unos 300, la mayoría de la Iglesia oriental. No faltaron los amigos de Arrio, como Eusebio de Nicomedia, Eusebio de Cesarea y algunos otros.
A parte de otras cuestiones legislativas, la cuestión más escabrosa, como venimos considerando, era el problema arriano. La tendencia arriana, pequeña en número, estaba capitaneada por Eusebio de Nicomedia, el personaje más importante en toda esta controversia. Arrio no era obispo y por tanto no tenía derecho a participar en las deliberaciones del Concilio, pero fue aceptada su presencia.
Alejandro, patriarca de Alejandría, secundado por su diacono Atanasio, representaba a los contrarios a esta doctrina: en ella veían un grave peligro para la fe cristiana y que, por tanto, era necesario condenar. Tampoco era un grupo numeroso. Otro pequeño grupo, probablemente no más de tres o cuatro, sostenía posiciones cercanas al «patripasionismo», es decir, la doctrina según la cual el Padre y el Hijo son uno mismo, y por tanto el Padre sufrió en la cruz. Los obispos que procedían de la región del Imperio donde se hablaba el latín, Occidente, no se interesaban en la especulación teológica. Para ellos la doctrina de la Trinidad se resumía en la vieja fórmula enunciada por Tertuliano más de un siglo antes: una sustancia y tres personas. La mayoría de los obispos no pertenecía a ninguno de estos grupos. Veían disgustados el enfrentamiento entre Arrio y Alejandro, que amenazaba con dividir la Iglesia ahora que precisamente gozaba de paz. La esperanza de estos obispos, al comenzar la asamblea, parece haber sido lograr una posición conciliatoria, resolver las diferencias entre Alejandro y Arrio, y olvidar la cuestión. Los partidarios de Arrio, que contaban también con las simpatías del emperador Constantino, pensaban que en cuanto expusieran sus puntos de vista la asamblea les daría la razón. Sin embargo, cuando Eusebio de Nicomedia tomó la palabra para decir que Jesucristo no era más que una criatura, aunque muy excelsa y eminente, y que no era de naturaleza divina, la inmensa mayoría de los asistentes reaccionó de forma muy distinta a lo que Eusebio esperaba. A los gritos de «¡blasfemia!», «¡mentira!» y «¡herejía!», Eusebio tuvo que guardar silencio, en medio de una grave confusión. Entonces Eusebio de Cesarea hizo una proposición intermedia, la de reconocer el símbolo bautismal de su comunidad, que a la vez despejaba cualquier duda sobre su ortodoxia. Pero para evitar equívocos, Alejandro y Atanasio introdujeron un término, casi filosófico, no perteneciente a las Escrituras: «de la sustancia del Padre», homoousios tô Patrí, con lo que quedaba completamente zanjada la discusión.
Así quedó completado el Credo de Nicea, «Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consustancial al Padre; mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra; quien para nosotros los humanos y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo humano, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos. Y en el Espíritu Santo».
Y que se completó con el siguiente anatema: «A quienes digan, pues, qué hubo cuando el Hijo de Dios no existía, y que antes de ser engendrado no existía, y que fue hecho de las cosas que no son, o que fue formado de otra sustancia o esencia, o que es una criatura, o que es mutable o variable, a éstos anatematiza la Iglesia católica».
Todos los padres conciliares ratificaron este credo con su firma (19 de junio de 325), excepto Arrio y dos obispos que lo secundaban, Secundo de Tolemaida y Teonás de Marmárica, que fueron enviados inmediatamente al destierro. Pocos meses después, Eusebio de Nicomedia y Teognis de Nicea, cabecillas de los arrianos, retiraron sus firmas. Irritado por este cambio, el emperador Constantino los desterró a ambos a la Galia.
El gran Concilio convocado en esta coyuntura fue algo más que un evento fundamental en la historia del cristianismo. El término no perteneciente a las Escrituras –homoousion– para expresar el carácter de creencia ortodoxa en la Persona del Cristo histórico tuvo consecuencias de la más grave importancia. Así la discusión de Nicea continuó durante más de cincuenta años.
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