Hace 75 años la revista Cristiandad dedicaba el número del mes de mayo a María, afi rmando: «¡En qué gran medida los hombres de nuestra época, más si cabe que los de otras, necesitan de la mediación de la Virgen! Para nuestra desgracia, la sociedad actual se ha apartado de tal modo de Dios, que se requieren poderosísimos medios para emprender nuevamente el camino que la conduzca hacia la salvación. Son tan poderosos esos remedios, que se presentan con portentosa sencillez. Y si la oración es uno de los principales, la devoción a María, Madre de Jesucristo, Medianera de todas las gracias, es
de trascendencia vital para nuestras almas».
En esta ocasión traemos en esta sección un artículo que va mostrando la presencia de la Virgen en los acontecimientos históricos más signifi cativos de la historia de España, quedando hasta tal punto ligada a nuestra patria, que las últimas palabras que pronunció san Juan Pablo II al despedirse de nuestra nación desde Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982, fueron: «¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!».
Presencia de Nuestra Señora Santa María en la historia de España
(Gil Gonzaga, Cristiandad, n.75)
ID y enseñad a las gentes…», dijo el Mesías. Y Santiago el Mayor, uno de los apóstoles predilectos
de Jesús, cumple el mandato divino por tierras ibéricas. Un día, desalentado, abatido por la indómita
resistencia que a su predicación oponían los indígenas de las tierras hispánicas, ora en las márgenes del Ebro, con unos pocos discípulos. La Virgen María, que por aquel tiempo aun vivía en carne mortal, se le aparece sonriente, hermosísima, resplandeciente, sobre un pilar, como signifi cando que aquella dura fi rmeza de los hispanos ha de tornarse en regia fortaleza donde se estrellarán las herejías, los errores y las falsas religiones. Y así fue en el transcurso de la grande historia española. Siglo tras
siglo ha podido decirse que España fue el pueblo escogido por Dios para ser brazo derecho y espada de
la Cristiandad. La Virgen, tras su aparición, dejó a Santiago una efigie suya y el «hijo del trueno» edificó en aquel mismo lugar una capilla. Reconquistada Zaragoza por Alfonso el Batallador, el primer acto del Rey fue orar inmediatamente ante Nuestra Señora del Pilar, estableciendo después a su lado la Corte de la monarquía aragonesa… Igual hace Sancho el Fuerte de Navarra, y los confi rma y acrecienta Jaime I el Conquistador, formando, como unos más, en la pléyade de los reyes medievales que labraron una ininterrumpida cadena de amores a la Virgen del Pilar.
El propio Fernando el Católico atribuyó a Nuestra Señora del Pilar el haber salido ileso del atentado que sufrió en Barcelona y puso a sus pies el collar que detuvo la daga del loco regicida. Y cuando la Reconquista, aquella épica empresa que tuvo su principio en el año 718 para terminar en el de 1492,
sirviendo de puente entre las edades Media y Moderna, estuvo totalmente terminada, los Reyes Católicos, en la capital del último reino moro de España, Granada, y en su catedral, construyeron una capilla para la Virgen del Pilar, dejando en ella el homenaje de gratitud de todos nuestros reyes medievales que de continuo experimentaron su maternal protección.
Y con la protección de la Virgen se gana la primera batalla de la Reconquista y ella le da su espíritu de firmeza, que jamás tambaleó pese a que fue empresa costosa y larga. Mucho más fácil hubiera sido
convivir con los invasores, como se hiciera con los romanos y con los visigodos. Pero España había
conseguido su unidad religiosa, España entera era cristiana, y ni la más leve sombra de apostasía cruzó
por la mente de los españoles: había que mantener la unidad religiosa y reconquistar a la Patria para que siempre fuera cristiana. Y, con la Virgen, se consiguió el primer triunfo y el último. En la misma Edad Media, la Virgen ha de galardonar a un español con la inspiración de la mayor de sus devociones: el Rosario. Un simple provinciano burgalés, Domingo de Guzmán, santo de la Iglesia, fundador de la Orden de Predicadores, al que se le llama, sin discusión, sol de la Edad Media, fue el instrumento
del que se valió Nuestra Señora para fundar la devoción del Rosario… Los grandes estragos que causaba la herejía albigense en el Languedoc movieron a Domingo de Guzmán a luchar contra ella. Y en el Languedoc se instaló cuando todas las misiones y delegaciones apostólicas iban fracasando, una tras otra, en su propósito de convertir a los albigenses. Y allí recibió la revelación del Rosario, que santo Domingo divulgó con sus predicaciones, dejando encomendada a su orden su difusión.
Y cuando Dios quiere premiar a España, por sus merecimientos y por ser la única nación capaz de convertir toda su política colonial en una misión evangelizadora y civilizadora, con el regalo inmenso
del Nuevo Mundo, es también la Virgen la capitana de la gran empresa. A través del Atlántico,
rumbo hacia lo ignoto, enfi lan sus proas las frágiles carabelas de Colón.
El futuro Almirante establece su puesto de mando en la Santa María, la antigua carabela Marigalante, que trocó su nombre para que el de Nuestra Señora fuera el pendón triunfal que descubriese las Indias para otorgarlas a España. Y la reducida flota llega a Guanahaní el día de la Virgen del Pilar, el 12 de octubre para que tal fi esta quedase vinculada para siempre con la fi esta mayor de la Hispanidad.
Tras poner el nombre de San Salvador a la primera isla descubierta, llama Colón a la segunda Santa María de la Concepción (hoy conocida con el nombre pagano de Cayo Rum). Sólo después de este homenaje de pleitesía a Jesús y a su Madre, lo rinde Colón a sus Reyes, llamando a las nuevas islas
que va descubriendo con los nombres de Fernandina e Isabela. Y la más grande ciudad que en el Nuevo
Mundo hispánico se funda se la denomina Santa María del Buen Aire, abreviatura en la que nosotros hubiéramos preferido se utilizaran las dos primeras palabras en lugar de las últimas. Van sucediéndose los años y una nueva empresa cristiana reclama a España en la primacía de la defensa de la religión: los turcos amenazan a Europa. Su Santidad el papa Pío V nombra, a propuesta de Felipe II, Generalísimo de las fuerzas cristianas coaligadas al joven don Juan de Austria, que a la sazón contaba
veinticuatro años de edad. El Generalísimo, antes de reunirse con la Armada y los Tercios españoles,
que se concentran en Barcelona, visita el santuario de Nuestra Señora de Montserrat y ora ante ella. Y con el aliento y la fortaleza que le da la Señora, marcha hacia la victoria de Lepanto. Y el Papa instituye la fi esta del Santísimo Rosario y añade a las letanías el «Auxilium Christianorum», que perpetuará por los siglos de los siglos la memoria del rotundo triunfo de las armas cristianas sobre el turco, en el que España tuvo la mayor y principal parte, conseguido merced a la oración ante la Virgen de Montserrat y a la mediación de la Virgen del Rosario, de aquel Rosario que propagó un santo español, a la que se puso como celestial intercesora en el combate de Lepanto.
España permaneció incontaminada e incontaminable frente a la reforma protestante. Pero no se
contentó con esto: formó en la vanguardia de las fi las del catolicismo y se glorió con el título de Brazo
Derecho de la Cristiandad. Flandes, Francia, Inglaterra, Europa entera pueden hablarnos de la lucha de
nuestra Patria, tierra de la Virgen, contra la herejía protestante. Nuestra Señora Santa María protegió a su nación predilecta de las asechanzas del error, como siempre lo hiciera…
Con la Guerra de la Independencia traza España entera una de las más grandes gestas de su añeja vida. En mayo, el mes de la Virgen, lanza España el grito de su alzamiento nacional contra el emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, el vencedor de Europa, el genio de Marte, el campeón de la Revolución, invencible en todas las batallas. Pero España, aquel pueblo que el corso despectivamente
llamó de «frailes y de monjas», demostró al mundo que podía ser vencido. Y le venció. Madrid, aquel día 2 del mes de María, da la señal de combate. Zaragoza, la del Pilar, se opone al invasor… Las Juntas se colocan bajo la protección de la Virgen y juran defender el dogma de la Inmaculada
Concepción. El nombre de María es el signo de los heroicos combates. Y los invasores lo saben. Y saben también la fuerza moral que la Virgen da a los españoles. Y sicarios del ateísmo y de la Revolución, van ensañándose con todas las imágenes de la Virgen que encuentran a su paso.
Las profanaciones se suceden y se repiten. La furia de los soldados de Napoleón quiere terminar con toda la iconografía mariana española…
La Virgen escuchó sus súplicas, los clamores de angustia de su pueblo español bien amado. Y Napoleón fue vencido y sus ejércitos revolucionarios rebasaron las fronteras con las frentes abatidas por la derrota.
Así es España: grande en la adversidad y grande en los Siglos de Oro por el amor a Santa María, que
no deja leer ni una sola página de la historia patria sin haber en ella renglones de encendido amor y fi lial devoción, correspondidos siempre con creces por Nuestra Señora. Así es España. Y este hecho mariano queda bien patentizado en la afi rmación rotunda, que cualquier español puede hacer, que no hay un rincón en nuestra patria, en las grandes ciudades, en las villas, en los pueblos, en las aldeas,
donde no haya una iglesia, una ermita, una capilla o siquiera un altar erigido en loor de Nuestra Señora
Santa María.