Una reflexión personal De libros, padres e hijos es el título de un libro reciente –a la vez que el salto editorial de un blog del mismo título– que se ofrece como una guía para padres con el afán de «convertir
a niños y adolescentes en lectores entusiastas » y estoy convencido de que cumple bien con su objetivo.
Esta guía es de hecho una lista de libros selecta y personal –abrumadora a ratos–creada con delicadeza, criterio y mucha, mucha, mucha lectura. Es además una «lista» distinta ya que en ella el autor da razón de su selección, describe con precisión su contenido, expone sus argumentos, responde a las críticas que se imagina y no escatima siquiera un gramo de pasión en el ejercicio; de este modo, conmina al lector a una refl exión sobre lo que signifi ca la lectura no solo personal sino doméstica y lo invita a una visita familiar –la suya– donde han hecho de la lectura un instrumento de educación, un hábito compartido, un espacio de intimidad, un ámbito de complicidad y una experiencia vital.
Invitación a la lectura
El libro se puede dividir en dos partes. La primera tiene un tono reflexivo y sugerente, con la invitación
a la lectura y la introducción de dos temáticas a las que el autor da una importancia trascendental: la poesía y la fantasía. La segunda parte corresponde a la «lista de libros por edades»: una selección pensada en tres tramos de edad entre la infancia y la adolescencia –de acuerdo a la invitación de la portada– y que de una manera ágil y concienzuda propone lecturas y refl exiones. Una segunda parte, por cierto, que recomiendo seguir con papel y bolígrafo, con «postits» o doblando esquinas de las
páginas…
El libro tiene la virtud de hacer pensar: ¿Qué leo? ¿qué leen mis hijos? o en el peor de los casos ¿leen
mis hijos? Soy consciente de que todos somos deudores de nuestra experiencia y ya adelanto que los libros que se leían en la casa en que crecí y en la casa en la que crecen mis hijos no coinciden mucho con los libros que el autor propone. No obstante, hay tres cosas en las que sí hay semejanzas y que podrían fundamentar lo que el autor propone como introducción a la buena lectura: la primera es
que los hijos leen porque los padres leen; la segunda es que no debe tenerse en el hogar cualquier libro; y por último que no debe haber libro que los niños lean sin que los padres tengan un juicio favorable sobre él, bien porque se haya leído, bien porque se conozca por una recomendación
o crítica muy fiable. Para la consecución del hábito de la lectura en el hogar el autor propone
unas condiciones prácticas y reveladoras a la vez: los momentos de lectura, el silencio, la memoria,
el acceso fácil a los libros y la conversación sobre ellos. ¡No nos viene mal una revisión sobre todos
estos aspectos, como un examen de conciencia literario! De entre todas estas «recomendaciones», creo que hay una que confi ere un carácter particular a las familias que leen: el de la conversación sobre libros, que es en el fondo el de la participación de la lectura, la comunicación de una pasión, la disposición a un consejo o a una apreciación o a una palabra iluminadora que aclara, revela, eleva o hace resplandecer lo que aquella lectura ha removido o, quizás mejor, conmovido en el interior
de cada uno.
Hay en el autor un triple móvil, según él mismo reconoce: una preocupación, un afán y una pasión.
La pasión es indudablemente la de los libros; la preocupación es la del destierro de la buena lectura del
mundo de hoy, sea de la escuela o del hogar; y el afán es el de la comunicación de la verdad, el bien y
la belleza para disponer a los hijos a la contemplación de su máxima expresión que es Dios.
La belleza
La belleza es algo realmente primordial en la educación de los hijos y en el caso de la lectura ésta se
sugiere tras unas letras impresas o unas palabras precisas, en la evocación de una idea o en la iluminación de un concepto, pero no por eso debe desdeñarse jamás el poder de las ilustraciones. El autor se muestra convencido de que éstas son vitales para los pequeños lectores, porque no se trata solo de que lean cosas buenas, sino que, rodeados de buenas y hermosas ilustraciones, despierte
en ellos el sentido de alegría y asombro ante la belleza, a la vez que comprendan mejor el texto –como
decía Walter Crane– mientras entretienen su mirada.
La fantasía
A la fantasía el autor le dedica dos capítulos: unos sobre cuentos de hadas y otro sobre cuentos de héroes, míticos o fantásticos. Siguiendo la lectura, es asombroso verse llevado de la mano a las entrañas de aquellos escritos, algunos tan antiguos, algunos simples como las fábulas, etéreos y luminosos como los cuentos de hadas, complejos y arrebatadores como los mitológicos. En todos ellos
nos predispone el autor a dejarse salpicar por el polvo de belleza, por las astillas de verdad –según expresión suya– que en ellos se pueden descubrir: la inocencia y el candor de los cuentos de hadas, que despiertan los sentimientos del corazón humano o evocan la salvación a través del amor, el sacrifi cio y el dolor; o de modo diferente verse arrastrado a la lucha del bien contra el mal en la que
viven permanentemente los héroes y sus historias. Para el autor, la fantasía despierta
en niños y jóvenes el sentido de la maravilla y del asombro, y los dispone para lo misterioso y lo trascendente, tanto que parece que no hay mejor medio para el desarrollo de sus capacidades imaginativas. No obstante, creo que es legítimo preguntarse: ¿Por qué son las historias de fantasía el mejor estímulo para la imaginación? ¿Por qué son claves las historias de hadas, de héroes y monstruos para abrirles la perspectiva a la vida del misterio, la del espíritu, la de lo que no se ve y sin embargo existe? ¿No podríamos pensar, por el contrario, que fantasía es la referencia a lo que es irreal, inverosímil y, de algún modo, fácil o –con perdón– tramposo? ¿No podríamos oponer que hay
mucha más imaginación en realidades invisibles, historias verosímiles y desenlaces geniales? ¿De verdad estimula más la imaginación el viaje por la Tierra Media que la historia de los Magos de Oriente? Se me antoja difícil explicar por qué hay más heroicidad en la vida de Héctor que en la del Cid Campeador o más audacia en la del rey Arturo que en la de Robín de los bosques; o por qué se capta mejor el mundo alegórico de Narnia que las peripecias de la vida del Pequeño Nicolás, de Phileas Fogg o D’Artagnan.
Reflexionar sobre el valor de la fantasía, de su utilidad educativa, de su goce artístico, de su altura creativa, debería servirnos para ponderar tanto su lugar como su importancia en la lectura de nuestros hijos. Despreciarla es a todas luces una idiotez; sobrevalorarla, en mi opinión, un riesgo.
Obviamente que la propuesta de Miguel Sanmartín no se encierra solamente en la fantasía ¡ni muchísimo menos! y, aunque es innegable su profusión en las sugerencias, la guía no se limita a ellas. No obstante, y vuelvo a mi humilde experiencia, echo en falta temáticas subrepresentadas o que ni siquiera están en las propuestas y con las que invitaría a que completara su guía. Ellas son novelas
históricas o biográfi cas, de un valor incalculable para adentrarse de joven en el conocimiento de la historia, dejarse atrapar por su vívida contextualización y sentarse en el aula de su maestría; también las vidas de santos, que teniendo las virtudes de las novelas históricas muchas veces, nos transmiten ejemplos edifi cantes para toda nuestra vida; hay novelas de humor –¡qué haría sin mi Guareschi!–
que enseñan más para la vida que todos los tratados de moral; hay lecturas espirituales adecuadas para
todas las edades; hay también libros de ensayo que van adentrando al joven en el mundo del pensamiento, en la recta formación de su criterio y la fundamentación de su propia vida cristiana; hay libros apologéticos; hay libros de cruzada (vandeana, carlista, cristera, antiturca, antinapoleónica…);
hay libros de testimonio; y hay también muchos de poesía castellana (e incluso en otras lenguas
españolas)… y tantos otros más que, junto con los propuestos, pueden hacer gozar al joven lector, edifi car su alma, esponjar su espíritu y hacerlo crecer sin duda en la contemplación de la verdad, el bien y la belleza.
La poesía
No quiero terminar sin agradecer al autor un regalo muy especial: la poesía. ¡Qué poco valoramos su poder educativo y el influjo benéfi co de su arte! Quizás por eso la frecuentamos tan poco. En cambio, como nos dice Miguel Sanmartín, el poeta intenta nombrar las cosas por su nombre verdadero, reduce la distancia entre la palabra y la cosa y nos deja frente a ella. ¡Qué bella expresión! La poesía es un tesoro, es un bien adecuado al hombre. El uso de la imagen y la metáfora es legítimo – decía el padre Orlandis– porque son una traducción del modo de ser del hombre y del modo de ser de la naturaleza
que lo rodea; es por ello que la poesía no es un fantasear, sino el modo humano por excelencia de expresar la Verdad. Si la fi losofía aspira a la intuición por el discurso, la poesía aspira a la intuición por medio de la imagen, esa intuición que no es sino penetración profunda de la realidad de las cosas.
Nadie puede entender todo lo que la poesía signifi ca si no guarda en su memoria poesía, siquiera retazos de ella, versos que le hablaron directamente a la imaginación y a los afectos, que lo llevaron a la admiración, al entusiasmo, a la devoción, al amor, parafraseando al santo Newman. Si no se la damos a nuestros hijos, la poesía no formará parte de ellos y esa aspiración a la perfección quedará
lamentablemente coja. La poesía se hace de palabras, pero en ella hay rima, hay música, hay ritmo, pero también hay silencio: el que hace enmudecer al niño admirado ante la belleza, resplandor de la verdad.
Leer es una aventura fascinante, porque cuando uno lee –como decía un buen amigo– pasan cosas. Si
amamos a nuestros hijos debemos desear que lean, también porque si dejan de leer, dejan de pensar,
según el gran Dostoyevski; y si uno deja de pensar lamentablemente no se quedará callado, sino que dirá cualquier cosa.
«Jesús quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado»
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