Dos hechos sucesivos conmocionaron en enero a Canadá. Hasta ese mes los camioneros estadounidenses y canadienses estaban exentos de las medidas contra el Covid (certificado de vacunación y cuarentena de dos semanas) para poder mantener los suministros y las cadenas logísticas. Pero el 15 de enero el gobierno canadiense prohibió a los conductores extranjeros cruzar la frontera sin certificado de vacunación y, en caso contrario, proceder a la cuarentena prevista.
El 22 de enero, Estados Unidos respondió con una ley que exige reciprocidad en las medidas. La protesta no tardó en llegar: varios miles de camioneros se unieron en un gran convoy (el «Convoy de la Libertad») con destino a la capital, Ottawa, a la que llegaron el 28 de enero. La reacción del Primer Ministro canadiense Justin Trudeau fue descalificar a los participantes en el convoy: «pequeña minoría marginal de personas que vienen a Ottawa con opiniones inaceptables».
Con las principales carreteras de acceso a Ottawa bloqueadas (sólo permitían pasar en caso de emergencia), el alcalde Jim Watson decidió declarar el estado de emergencia el 6 de febrero. Con temperaturas inferiores a -20°C, el gobierno prohibió el repostaje de camiones para que los conductores acampados no pudieran utilizar sus calefactores. Pero esta medida no resultó eficaz al apelar los camioneros a la solidaridad, recogiendo diez millones de dólares canadienses en un día antes de que la plataforma utilizada suspendiera la recogida de fondos siguiendo instrucciones del gobierno.
Hasta aquí una protesta más, en el marco de unas restricciones por la pandemia cada vez más difíciles de argumentar. Lo preocupante, lo revelador, ha sido la subsiguiente reacción de Trudeau, quien el 14 de febrero, en base a la ley de medidas de emergencia, congeló las cuentas bancarias de los manifestantes y de todos aquellos que el gobierno entiende que les han apoyado. Una medida gravísima, sin precedentes, tomada de forma arbitraria y sin ningún tipo de garantía jurídica, que demuestra de forma fehaciente que algunos gobiernos occidentales no dudan en aprovechar una emergencia, real o fabricada, para establecer medidas abusivas y propias de un régimen despótico.
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