El pasado 25 de enero miles de personas salieron a las calles de la capital, Uagadugú, para mostrar su apoyo a los militares que habían protagonizado un golpe de Estado con el que han destituido al presidente Roch Kabore, disuelto el gobierno y el parlamento y suspendida la constitución. Una situación que algunos creían ya desterrada de la historia pero que sucede en África de modo regular. De hecho, en Sudán la mitad del país también se puso del lado de los militares que en octubre pasado suspendieron el gobierno de transición, instalado en 2019 tras otro golpe de Estado, y tomaron el control de las instituciones políticas.
En estos casos, y Burkina Faso no es una excepción, el descontento provocado por la pobreza es uno de los factores que explican este apoyo. El 41,4% de los habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza, el producto interior bruto per cápita es de 857 dólares y la esperanza de vida de 62 años. Pero lo que realmente exaspera a la población es la extensión de la violencia en las regiones del norte, fronterizas con Níger y Mali, donde operan desde 2015 grupos yihadistas afiliados a Al Qaeda e Isis que controlan zonas cada vez más amplias del país. El estado de emergencia está vigente en 14 de las 45 provincias del país y alrededor de un millón y medio de personas han sido desplazadas, el 61,5% de ellas menores de edad. La inseguridad ha obligado a cerrar 3.280 escuelas y más de medio millón de niños en edad escolar no pueden ser escolarizados. Un indicador de la degradación económica y social del país es también el creciente número de niños soldados reclutados por los yihadistas. El atentado más grave desde 2015, el ataque a la localidad de Solhan el pasado mes de junio en el que murieron al menos ciento sesenta personas, fue perpetrado en gran parte por niños de entre 12 y 14 años.
Tras la masacre, el presidente Kabore declaró tres días de luto nacional y, como en otras ocasiones, instó a la población a unirse contra «las fuerzas del mal», anunciando medidas drásticas contra los yihadistas. Sin embargo, desde entonces la situación del país no ha hecho más que empeorar. En noviembre de 2021, la población reaccionó con violentas manifestaciones antigubernamentales después de que un ataque yihadista a una base militar se saldara con la muerte de 53 agentes. Las protestas continuaron, creciendo la violencia de las mismas y también la severidad policial frente a ellas, desembocando finalmente en el golpe de Estado. Un golpe que es el sexto desde que Burkina Faso consiguió su independencia en 1960, entonces con el nombre de Alto Volta. Una inestabilidad enquistada, empeorada en los últimos tiempos por la ofensiva yihadista que se abate sobre el África subsahariana, y ante la que el mundo, empezando por los organismos internacionales, se muestra completamente impotente, cuando no indiferente.
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