Hace 75 años se cumplía el centenario de la elección del beato Pío XI como papa de la Iglesia
católica (1846-1878). Tal efeméride fue aprovechada para centrar aquel número en la figura de
dicho pontífice quien, a lo largo de su extenso pontificado, tuvo que luchar contra «la tempestad
revolucionaria de 1789 y sus repercusiones universales».
Para hacer frente a las graves dificultades que tuvo que afrontar, acudió al auxilio celestial, y
es así que, junto con la condena del liberalismo que inundaba las mentes de la alta burguesía de
toda Europa (a través del Syllabus o «catálogo de errores modernos», 1864), declaró el dogma
de la Inmaculada Concepción (1854) y consagró la Iglesia al Corazón de Jesús (1875).
En el artículo que hemos seleccionado en esta ocasión Luis Creus Vidal nos ambienta la calurosa
acogida que tuvo Pío IX en diversos ambientes del pueblo italiano, movidos por la fama de liberal que le precedía.
Poco tiempo faltó para que vieran que el Papa, lejos de quebrar con la tradición que había recibido, dio a su pontificado una «impronta sobrenatural, que será clave para entender su fecundidad extraordinaria», así como para hacer frente a toda la corriente naturalista que quería inficionar la fe de la Iglesia.
¡Viva Pío IX!
Del nuevo año ha llegado el primer amanecer / De Quirino despierta la raza, Y lo invita al Santo Estandarte / Que el Vicario de Cristo levantó./ ¡Alegría, hermanos, alegría! / Una nueva alegría llega a todos nosotros; / Reza al Señor ¡Por esto! ¡Qué gran regalo de paz! / Rompe los valles mañana: ¡Ven
al trono conmigo! / Él reina en la hora de cada uno / Él tiene la llave del amor. / El que nunca desespera /De la ayuda suprema de Dios, / Bendito sea el Santo Estandarte / Que el Vicario de Cristo levanta.
Así cantaban, los de la gran mojiganga. Pese a lo crudo de la hora, antes de rayar el alba del primero de enero de 1847, seguían el Corso en toda su longitud para subir hacia la plaza de Monte Cavallo, precedidos de una banda militar compuesta de trescientos profesores, de treinta tambores y de un coro de más de mil quinientas voces. Así cantaban encabezando ingente muchedumbre que, gregaria, les seguía en aquella madrugada, como venía haciéndolo desde hacía medio año…
¡Viva Pío IX! Resonaba repetidamente, como decimos, y con insistencia harto sospechosa, este grito,
en todos los ámbitos de la Ciudad Eterna desde el 16 de junio de 1846, día de la elección pontificia, y, sobre todo, desde aquel atardecer del 17 de julio, en que, sólo un mes más tarde, el compasivo corazón
del nuevo pontífice había decretado una amnistía general que abría de nuevo patria y hogares a no pocos elementos revolucionarios que, con gran justicia, el anterior gobierno del pontífice Gregorio XVI se había visto obligado a exiliar. Muy generosa aquella medida, y, sobre todo, muy cristiana.
Y nada opuesta a la política del recién fallecido anterior papa, como alguno, con aviesa intención, ha
querido presentar, sino, simplemente, hija de la clemencia que es natural en el que es Padre de todos.
Porque el que perdonaba –como el que había antes debido castigar– no era Pío, ni Gregorio. Era, como
acabamos de decir, el Padre. Era el Vicario de Dios, que por medio de la providencial institución
pontificia, se perpetúa sobre la tierra, en la ininterrumpida cadena de los sucesores de
Pedro, entonces aún jefes de los Estados temporales de la Iglesia….
«Viva il nostro buon Pío IX! Viva il padre del popolo!»
«¡Gracias, Padre Santo, gracias! ¡Tu pueblo te lo agradecerá! ¡Has hecho una grande y excelente cosa!» A la primera manifestación sucedió otra todavía mayor a las 10 de la noche.
Y otra a las 11. Y otra, y otra aún. Cada vez era el Papa requerido a asomarse al balcón central. Cada
vez era mayor el espectáculo –improvisado como por arte de magia– de luces, de estandartes y de toda
suerte de señales del entusiasmo que embargaba la Urbe. «Sería preciso ser un monstruo para no corresponder al amor de este pueblo», comentaba, conmovido, el magnánimo Pontífice.
Sí, y hasta aquí todo era legítimo. Mas, como hemos dicho antes, desde entonces el entusiasmo venía ya repitiendo sus manifestaciones con excesiva insistencia. Demasiada, para ser natural…
«Scuoti, o Roma, la polvere indegna»…
Más significativa, empero, si cabe, fue la que se celebró al llegar el primer aniversario de la elección del Papa. Sterbini, desde su periódico «El Contemporáneo», uno de los más redomados conspiradores de su época, aprovechó la circunstancia para sustituir el himno de Pío IX por una cantata en honor de la joven Italia: el mismo Magazzarri subió otra vez en delegación a los palacios de las Musas, descendiendo ufano con las notas de la que fue llamada la «Marsellesa de Italia». «Scuoti, o Roma, la polvere indegna…» Era su primera estrofa. Sacude, ¡oh Roma!, el vergonzoso polvo / ciñe tu frente de laurel y olivo / sean tus cantos cantos de alegría / brille de nuevo la aureola de tu gloria…
El sonido de las guerreras trompetas / ha despertado a / los descendientes de Quirino /saludemos la fraternal bandera / que ondea orgullosamente sobre el Tíber / Esta bandera permanecerá plegada / cerca del trofeo de Mario / y bajo las alas del águila altiva / que te espera en la roca Tarpeya / y mas en
los días de fatal peligro -/desplegada la fraternal bandera / contra los furores de un pérfi do destino será la esperanza de Roma!»…
Pío IX quizá hasta este momento –pero en este momento, lo sintió, a buen seguro– no llegó a percibir,
en toda su profundidad, la inmensa tragedia que en la historia iba a desarrollarse, al descorrer su telón su pontifi cado. Roma quería «sacudir el polvo». Digámoslo de una vez: quería renegar del glorioso polvo que en el Anfi teatro había recibido los cuerpos de los mártires. Mazzini ya era el dueño de
la red secreta que la gigante araña masónica iba urdiendo en la urbe. A su conjuro, comienzan entonces ya a sucederse, en progresión vertiginosa, los acontecimientos. De claudicación en claudicación, todos cuantos debían rodear y apoyar al Pontífi ce, le obligan, por el contrario, a ceder terreno… Y, en toda Europa, entre tanto, los tronos bamboleaban ante el terremoto…
«Non posso, non debbo, non voglio!!!»
El establecimiento de la Consulta, y de otras diversas instituciones, tan mal comprendidas y agradecidas por el populacho y por la revolución, no arrastraron, sin embargo, a Pío IX más allá de donde su calidad de Pastor Supremo, y su dignidad de Príncipe temporal, exigían. Año y medio después de estos sucesos, la tempestad ya rugía. Contra ella se enfrenta ya, no sólo el Pastor, no sólo el Príncipe, sino también el hombre. Gallardamente, desde el balcón del Quirinal, recoge el guante, y establece un límite a sus concesiones paternales. Ante la fi era que le exige más y más, con una mirada
de suprema majestad, exclama: «Non posso, non debbo, non voglio!!!» y la serpiente comprende que ya ha pasado la hora de la comedia, y que ya es inútil seguir gritando «¡Viva Pío IX!». Ha llegado la hora de la lucha. De una lucha que, repitámoslo, pues la efeméride pesa, pues la efeméride no puede ser más viva ni más actual, cumple, hoy, el siglo.