Ahora que se está haciendo una fortísima campaña en todo el mundo para la legalización de la eutanasia, la Iglesia elevó a los altares el pasado 3 de octubre a dos nuevas beatas para que nos encomendemos a ellas en estos momentos de «sombras de muerte». Se trata de María Antonia Samá (1875-1953) y Gaetana «Nuccia» Tolomeo (1936-1997), ambas de Catanzaro (Italia) y ejemplo de cómo el sufrimiento ofrecido a Dios da sentido a toda vida y nos abre las puertas del Cielo.
«Considerando la figura de las dos beatas –afirmó el cardenal Marcello Semeraro, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, en la homilía de su beatificación– no nos resulta difícil reconocer, en el corazón de su imitatio Christi, un elemento común, que tiene un nombre difícil, terrible: el sufrimiento». Entraron en él de manera diferente; María Antonia a los 22 años por una enfermedad artrítica que la obligó a acostarse boca arriba en la cama, con las rodillas levantadas, el resto de su vida; Gaetana desde los 2 años, en que le diagnosticaron una malformación de las extremidades con parálisis progresiva y que le obligó a vivir en su casa entre la silla y la cama hasta su muerte. Sin embargo, «ambas, de forma progresiva, crecieron poco a poco hasta llegar a ser semejantes a Cristo, vir dolorum et sciens infirmitatem».
«El Hijo asumió nuestra humanidad –continuó monseñor Semeraro, citando a Benedicto XVI– y por nosotros se dejó “educar” en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue “hecho perfecto”». (…) En la misma perspectiva de un viaje de educación y transformación también podemos mirar a nuestros dos beatos.
»Maria Antonia Samà se conformó en todo a la voluntad divina. Le encantaba repetir: “Todo por el amor de Dios”. Y sucedió que precisamente su sufrimiento ofrecido por amor produjo en quienes la conocían un poderoso impulso de caridad para que el amor estallara a su alrededor. (…) Y con ella está la bendita Gaetana Tolomeo. La suya también fue una vida llena de sufrimiento pero también fue una vida llena de amor a Cristo, que transformó su discapacidad en un apostolado por la redención del hombre. Repetía a menudo: “Te agradezco Jesús por haberme crucificado por amor”.
»Lo que Dios hizo en la Cabeza –concluyó el cardenal Semeraro–, lo hizo también en sus miembros. Esta es la historia de la santidad: de estos dos bienaventurados, pero no de ellos solos. Porque, de hecho, la santidad es, como enseña el papa Francisco, precisamente el encuentro de la debilidad humana con la fuerza de la gracia».
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