Donde sí se puede hablar ya de abierta guerra fría es entre Estados Unidos y sus aliados y China. Como muestra, un ejemplo: las sanciones contra algunos funcionarios chinos impuestas por Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido y la Unión Europea por el trato dado a la población uigur. La medida es relevante porque se trata de las primeras sanciones europeas contra la República Popular desde 1989, año de la masacre de la plaza de Tiananmen. En esta ocasión, además, es Washington quien está liderando la iniciativa. La respuesta de Pekín a las sanciones ha consistido en otras sanciones por su parte a políticos, investigadores y agencias de la UE. China es muy celosa de su soberanía y no acepta este tipo de condenas a lo que considera sus asuntos internos. La reacción de Pekín era previsible y certifica que sus líneas rojas se trazan sobre la integridad territorial y la estabilidad interna, al tiempo que confirman que el nacionalismo es, junto con el desarrollo económico, el principal instrumento
de cohesión interna y de legitimación del Partido Comunista en la actualidad.
Por si alguien tenía aún dudas acerca de cómo se están reconfigurando los equilibrios y alianzas internacionales, al mismo tiempo que tenía lugar este cruce de sanciones mutuas, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergej Lavrov, visitaba China y declaraba que las relaciones entre Moscú y Pekín «se desarrollan más rápido que las relaciones entre Rusia y la Unión Europea». Además, ha reiterado que los dos países «harán todo lo posible para asegurar sus relaciones frente a la amenaza de sanciones por parte de otros estados».
Entre los dos bandos en liza, Rusia, protagonista y derrotada en la primera Guerra Fría y actor secundario pero relevante en esta segunda Guerra Fría, tiene muy claro cuál es el suyo.
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