Los primeros pasos del nuevo presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en el ámbito de la política internacional se están caracterizando por su inconsistencia y un aire errático que descoloca incluso a los suyos. Como por ejemplo las acusaciones hechas contra el presidente ruso, Vladimir Putin, al que Biden ha calificado en público como un «asesino desalmado».
Una afirmación que llama la atención por su crudeza y que ha provocado que algunos hablen de una
nueva Guerra Fría. Ciertamente el mismo Putin se ha encargado de rebajar el tono, al contestar (tratando a Biden como si fuera un escolar en una riña de patio de colegio): «Quien lo dice lo es. Le deseo muy buena salud».
Pero más allá del gesto teatral, la provocación de Biden ha tenido lugar justo en el momento en que las
autoridades europeas, señaladas por su gestión deficiente del plan de vacunación, estaban valorando
la posibilidad de comprar vacunas rusas Sputnik V. Una posibilidad que después de estas acusaciones es mucho más improbable.
Pero hay más para alimentar la sospecha de que las acusaciones de Biden obedecen más a razones
tácticas que morales. Alemania sigue avanzando en el proyecto North Stream 2, ya completado al 90%,
para hacer llegar el gas ruso hasta territorio alemán. Es en este contexto de acercamiento entre Alemania y Rusia en el que hay que interpretar la subida de tensión provocada por Biden, destinada a enfriar el acercamiento entre ambos países. Precisamente, en la reunión de la OTAN celebrada en Bruselas, el nuevo secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, declaró que el oleoducto North Stream 2 entre Rusia y Alemania es una «mala idea, mala para Europa, mala para Estados Unidos, en contradicción con los propósitos de seguridad de la UE». Además, añadió, puede «socavar los intereses de Ucrania, Polonia y muchos socios y aliados cercanos ». Por último, recordó que todas las empresas que participan en la obra pueden ser sancionadas.
Es una táctica similar a la empleada con Arabia Saudita. Biden ha decidido desclasificar el informe
de la CIA que señala al príncipe Mohammad Bin Salman como instigador del asesinato de Khashoggi
el pasado 2 de octubre de 2018, un informe que Trump mantuvo en secreto. Pero al mismo tiempo,
no ha tomado ninguna medida contra Bin Salman, otro «asesino desalmado»: el verdadero objetivo de
la divulgación del informe de la CIA y el descrédito que supone para Mohammad Bin Salman es poner
en jaque a los halcones saudíes mientras Washington reanuda la negociación de los acuerdos nucleares
con Irán, aprobados por Obama y luego desautorizados por Trump.
Asistimos a la repetición de un modo de actuar, característico en especial de las administraciones
demócratas en los Estados Unidos, que utilizan la apelación a los derechos humanos sólo cuando les
conviene y en la medida en que les conviene. Así, la centralidad del respeto a los derechos humanos
en la política exterior de Estados Unidos, a la que se apela ahora con el regreso de un demócrata a la Casa Blanca, se revela como una operación propagandística que sirve para justifi car intervenciones con motivaciones puramente geopolíticas.
En cualquier caso, más allá de movimientos para preservar su hegemonía, no parece que a los Estados
Unidos le interese el escenario de una nueva Guerra Fría contra la Rusia de Putin teniendo en cuenta que ya está involucrado en una Guerra Fría con la China de Xi Jinping y, al menos desde tiempos de Nixon y Kissinger, son perfectamente conscientes de que no se pueden permitir una guerra en dos frentes al mismo tiempo. Presionar a los aliados europeos es una cosa, pero todo el mundo sabe que el principal reto al que se enfrentan los Estados Unidos es detener a una China cuya política está abiertamente orientada a sustituirles como potencia más influyente en el actual desorden mundial.
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