Job derrotado, o mejor dicho, acabado en su existencia, a causa de la enfermedad, con la piel desgarrada, casi a punto de morir, casi sin carne, Job tiene una certeza y dice: «Bien sé yo que mi Defensor está vivo, y que Él, el último, se levantará sobre la tierra» (Jb 19, 25). Cuando Job está más hundido, en lo peor, hay un abrazo de luz y calor que le asegura: «Yo, sí, yo mismo le veré, le mirarán mis ojos, no los de otro» (Jb 19, 27). Esta certeza, en el momento preciso, casi el último de la vida, es la esperanza cristiana. Una esperanza que es un regalo: no nos pertenece. Es un don que debemos pedir: «Señor, dame esperanza». Hay tantas cosas malas que nos llevan a desesperar, a creer que todo será una derrota fi nal, que después de la muerte no habrá nada… Y la voz de Job vuelve, vuelve: «Bien sé yo que mi Defensor está vivo, y que Él, el último, se levantará sobre la tierra […] Yo mismo le veré con estos ojos».
«La esperanza no falla» (Rm 5,5), nos dice Pablo. La esperanza nos atrae y da sentido a nuestras vidas. No veo el más allá, pero la esperanza es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La esperanza es un ancla que tenemos al otro lado, y nosotros, aferrándonos a la cuerda, nos sostenemos (cf. Hb 6,18-20). «Sé que mi Redentor vive y lo veré». Y esto, hay que repetirlo en los momentos de alegría y en los malos momentos, en los momentos de muerte, digámoslo así.
Esta certeza es un don de Dios, porque nosotros nunca podremos alcanzar la esperanza con nuestras
propias fuerzas. Tenemos que pedirla. La esperanza es un don gratuito que nunca merecemos: se nos da, se nos regala. Es gracia. Y después, el Señor la confirma, esta esperanza que no falla: «Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí» (Jn 6,37). Este es el propósito de la esperanza: ir a Jesús. Y «al que venga a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,37-38). El Señor que nos recibe allí, donde está el ancla. La vida en esperanza es vivir así: aferrados, con la cuerda en la mano, con fuerza, sabiendo que el ancla está ahí. Y esta ancla no falla, no falla. Hoy, pensando en los muchos hermanos y hermanas que se han ido, nos hará bien mirar los cementerios y mirar hacia arriba. Y repetir, como Job: «Sé que mi Redentor vive, y yo mismo le veré, le mirarán mis ojos, no los de otro». Y esta es la fuerza que nos da la esperanza, este don gratuito que es la virtud de la esperanza. Que el Señor nos la dé a todos.
Papa Francisco, Santa Misa por los difuntos y oración en el
cementerio capilla del Camposanto Teutónico
2 de noviembre de 2020