El pasado 21 de enero el papa Francisco reconocía las virtudes heroicas del siervo de Dios Jérôme Lejeune (1926-1994), genetista de renombre mundial cuya historia está indisolublemente ligada a la causa de los nueve mil pacientes de todo el mundo que fueron atendidos por él y al descubrimiento en 1958 de la anomalía cromosómica que determina el síndrome de Down.
Con motivo de dicha declaración, la Fundación Jérôme Lejeune organizó una misa de acción de gracias en la catedral de Santa María la Real de la Almudena el 11 de febrero. La celebración fue presidida por el cardenal Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, que reconoció en su homilía el carácter excepcional de este médico francés. «Este hombre venerable –afirmó monseñor Osoro– es un corazón que aún late de por vida. Es un hombre misericordioso que defendió, como todos vosotros sabéis, la vida de los más débiles. Tiene una actualidad singular para todos nosotros. Él ofreció su vida para dar consuelo y para dar coraje. El que él tuvo también para defender a los más débiles».
«Católico, antiabortista y defensor de la vida –continuó el cardenal– fue capaz de defender sus ideas y sus teorías científicas, demostrando además que la fe y la ciencia no se oponen, sino que se complementan. Él decía: “La medicina siempre ha estado luchando por la salud y la vida, contra la enfermedad y la muerte. Y no puede cambiar de bando”. Es verdad que el mundo científico le dio la espalda. E incluso le quitaron muchas veces los fondos para una investigación. Pero esas heridas que quizá él tuvo en la vida, como la incomprensión, no arañaron ni le pusieron en contra de los demás, sino todo lo contrario: su pensamiento y su fe continuó un camino que ha iluminado toda su vida, alimentada por el Evangelio».
Lejeune fue un hombre «capaz de aunar ciencia y medicina; capaz de aunar fe y compromiso moral;
orientando todo hacia el amor a la vida; transformando su atención y cuidado por aquellas personas
que, por enfermedad o discapacidad, siempre deben ser amadas y ayudadas. Un hombre apasionado. Un
hombre misericordioso, que afrontaba valientemente todos los momentos difíciles que tuvo en su vida.
Esta fi gura nos hace ver la hondura que tuvo este hombre. Fue, junto a san Juan Pablo II, el inspirador
de la Academia de la Vida. Juntos la pensaron, la intuyeron, y trabajaron para su nacimiento. Fue
signifi cativo que el primer presidente de esta Academia fuera un laico. Un médico. Un científico. Un
amante de los hombres y de sus necesidades».
El arzobispo de Madrid exhortó en la parte final de su homilía a hacer lo que Lejeune hizo: «comunicar vida», resumiendo la palabra del Señor escuchada en la celebración eucarística en tres ideas: «el hombre y la mujer están para dar vida; estamos además para salir de nuestras fronteras, para comunicar esta vida que nos ha dado el Señor; y estamos siempre para curar».
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