China no es solo el origen de la pandemia de coronavirus que asola el mundo. También es un gigante con los pies de barro, unos pies demográficos que generan crecientes tensiones. Y es que la imposición de la política del hijo único ha provocado una serie de desequilibrios que desbordan a este moderno aprendiz de brujo.
De esta realidad se ha hecho recientemente eco el Wall Street Journal, que la califica como uno de los hechos geopolíticos más importantes del siglo xxi, añadiendo que China, muy por debajo de la tasa de reemplazo, como tantos países desarrollados, es cada vez más vieja sin haber conseguido alcanzar un nivel de riqueza comparable al de aquellos países. A pesar de los años de crecimiento de la economía china, su renta per cápita es aún entre un tercio y un cuarto de sus vecinos Corea del Sur y Japón, al tiempo que su tasa de natalidad converge aceleradamente con la de los países occidentales.
Todo esto era ya sabido, pero ahora se añade un dato importante que confirma que las variables demográficas son mucho menos maleables de lo que algunos creían. En concreto, después de que se haya abandonado desde 2015 de manera general la política del hijo único, la natalidad en China no solo no ha repuntado, sino que ha caído hasta su nivel más bajo desde que el Partido Comunista tomó el poder en 1949, con 1.048 nacimientos por cada 1.000 personas en 2019 según los datos de la Oficina Nacional de Estadísticas. El número absoluto de nacimientos también cae: en 2019 nacieron 14,65 millones de chinos, lo que marca el tercer año consecutivo de caída, el más bajo desde 1961, el último año de las hambrunas provocadas por el Gran Salto Adelante maoísta, cuando tan solo nacieron 11,8 millones de chinos.
La derogación de la política del hijo único no ha acarreado, pues, un aumento en el número de embarazos. Muchas parejas no quieren asumir el coste de un segundo hijo, mientras ven cómo una parte creciente de sus recursos son destinados al cuidado de sus padres ya ancianos, gasto que no pueden compartir con unos hermanos de los que carecen. Sin olvidar el impacto en las mentalidades de décadas de propaganda y presión social en contra de las familias con dos o más hijos. Aunque los datos oficiales aún hablan de un crecimiento de la población china de poco más de 4 millones en 2019, algunos demógrafos señalan que en realidad la población ya está disminuyendo desde 2018. Y lo cierto es que incluso los datos oficiales muestran la reducción de la población en edad de trabajar (entre los 16 y los 59 años), que ha caído un millón en 2019, hasta los 896 millones (de una población total de 1.400 millones), en lo que es su octavo año consecutivo de caída.
Y mientras la natalidad china se desploma, la tasa de divorcio no cesa de crecer. En los primeros nueve meses de 2019, 3,1 millones de matrimonios se divorciaron, mientras que 7,1 millones contrajeron matrimonio.
Una primera consecuencia de esta situación es que China va a tener que asumir el gasto creciente asociado a una población envejecida sin los recursos a disposición de otros países. Por otro lado, el envejecimiento del país va a condicionar los planes de crecimiento del coloso asiático, afectado de una fuerte reducción del consumo. Sin hablar del impacto cultural que supone conformar un país mayoritariamente formado por hijos únicos.
Las crueles políticas chinas del hijo único, con sus abortos forzados, sus esterilizaciones e incluso sus casos de infanticidio, lejos de poner las bases de su desarrollo han socavado el futuro del país. La incapacidad de revertir esta tendencia al antojo de los deseos del régimen demuestran que la naturaleza humana no es completamente maleable y que actuar violentando algo tan delicado como la natalidad siempre acaba produciendo efectos no deseados que echan por tierra los ilusos planes malthusianos.
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